sábado, 22 de febrero de 2020

«Siento haber matado a tu padre»

Abrirse en canal, admitir ante desconocidos que has robado, que has traficado, que le has partido el corazón con un cuchillo jamonero a un chaval o que has dejado a dos hijos sin padre a pedradas. Es el daño sin paliativos y el dolor en carne viva. Sus autores tienen nombre y condena, pero quieren redimirse y que los perdonen. En la calle es improbable que José (55 años), Jesús (32), Juan Carlos (26) y Francisco Javier (44) se hubieran tomado una caña juntos en un bar de Sevilla. Pero la vida en la cárcel no es la vida en libertad y el encierro convoca insólitos compañeros de viaje. En este están juntos. Son los primeros participantes del taller de diálogos restaurativos en la prisión de Morón (Sevilla); la «vía Nanclares», que se puso en marcha con presos etarras, trasladada a los delitos comunes. Confesar el crimen y pedir indulgencia a la víctima. Ni cura ni confesionario; ni juez ni tribunal. Este es otro camino. Juan Carlos no había cumplido 20 años cuando mató a un indigente en Utrera. «Tuve problemas con las drogas. Fui a un campo a robar, salió el hombre que lo cuidaba. Me dio con un palo y yo me volví con la moto y le tiré piedras. Lo maté. A los 21 días me detuvieron». En 2015 la Audiencia de Sevilla le condenó a 17 años y medio de cárcel por asesinato. La Fiscalía mantuvo que él y un amigo acabaron con la víctima por «diversión». Nos cuenta su «pecado» sin levantar la voz ni recrearse en detalles. Lo ha hecho a menudo durante las cuarenta horas que ha durado el taller, compartido con otros diecisiete presos. Vio a los hijos del hombre al que quitó la vida en el juicio. Pidió disculpas en la Sala, pero quiere decírselo a a la cara. «Uno de ellos era menor. Se lo tengo que decir de corazón: siento haber matado a tu padre. Yo nunca pensé que me iba a pasar esto, pero tienes que poder vivir con esta herida». «A mayor daño, mayor necesidad de que ese daño sea reparado para el causante y para el que lo ha sufrido», explica José Castilla, de la Asociación Andaluza de Mediación (Amedi). Es el conductor, el facilitador de emociones y culpas. Lleva 25 años tratando con internos. No interrumpe las historias que se cuentan a ráfagas. Él las conoce todas, en papel, y en la boca de cada uno que quiere expiar su daño. «Asumo el delito y el daño» «Yo me autoconvencía pensando en el lado bonito de la droga, viéndome a mí mismo, consumidor social, en el Rocío o en la Feria. Es lo fácil». Tan fácil en apariencia como traficar con 87 kilos de cocaína, que es por lo que Francisco Javier cumple condena: seis años tras un acuerdo de conformidad. Fue detenido junto a otras 14 personas en 2017. «Asumo el delito y el daño que he hecho a las víctimas, aunque no las conozca, y a mi familia». Tiene tres niñas y solo piensa en salir y abrazarlas. Estamos en un aula de la cárcel sevillana de Morón. En noviembre acabó la primera parte del programa: diez sesiones de cuatro horas con 18 internos seleccionados en las que se han vaciado, han hablado de la sangre que derramaron o de la ruina que llevaron a otras vidas. Se han responsabilizado, arrepentido, llorado, discutido, y pedido perdón. El taller, auspiciado por Instituciones Penitenciarias con el impulso de Myriam Tapia, responsable de medio abierto y penas alternativas, cuenta con la colaboración del Consejo General del Poder Judicial, la Fiscalía de Sevilla, el Servicio de Atención a las Víctimas (SAVA) de la Junta de Andalucía y Amedi. Se ha llevado a cabo uno idéntico en el centro penitenciario Sevilla I con otros 18 internos y en el centro de mujeres de Alcalá de Guadaira, con nueve presas. Los 45 de Sevilla -en Valladolid se sigue otro- están en segundo grado y cumplen condena por diversos delitos. «Se ha excluido a penados por violencia de género, delitos sexuales y enfermos mentales», detalla Manuela, trabajadora social de Morón y una de las responsables de elegir perfiles. «A nadie se le pasa por la cabeza que va a quitar la vida a otra persona. Y sucede. Solo quien ha matado sabe cómo se siente». Jesús, con su uniforme de la panadería de la cárcel, es una torrentera de emociones. Tiene 32 años. La Feria de Abril le abrió la puerta del infierno. En una trifulca ridícula por una chaqueta acabó convertido en asesino hace once años. «Estábamos borrachos. Robamos un cuchillo jamonero en una caseta y lo escondimos detrás de un contenedor. Volaron las botellas y los golpes. Al chaval le lancé una cuchillada al pecho. “Vámonos de aquí que he dado una puñalada”, les dije a mis amigos». En 2012 fue condenado a 18 años por asesinato. «Da igual los años de condena porque yo tengo permisos y saldré, pero él no tiene vida». Su caso es una anomalía. Antes del taller se carteaba con la madre de su víctima. «Ella es una mujer muy creyente y yo ahora también. Este verano me mandó una carta al enterarse de que había muerto mi abuela. Me dijo que el cuchillo con el que acabé con la vida de su hijo partió en dos a toda la familia. El daño es para toda la vida». Restaurar es reparar, volver a poner algo en el estado o estimación que antes tenía. Volver al antes es imposible. Las víctimas lo serán de por vida, pero tener cara a cara al culpable de su devastación «puede ayudarles a cicatrizar la herida», según el mediador José Castilla. Uno de los internos le dijo que este taller «araña». «Trabajamos con las historias de cada uno, cómo se sienten, qué quieren hacer. Es la fuerza del grupo. Se cuestionan, se confrontan, ponen voz a la víctima», detalla. «Es un taller duro, de dolor». «Lo he perdido todo» «Mi empresa era mi hijo. Lo he perdido todo. No tengo casa, ni coche, nada, y me ha costado la separación de mi mujer». Pepe, 55 años y dos hijos, pasó de la opulencia a la celda. Cumple 9 años y cuatro meses de prisión por una estafa piramidal. «Yo creía que el daño era solo material -le denunciaron 140 personas-, pero hay un daño moral; a las víctimas y a nuestras familias». Pepe explica que a su empresa financiera la arrasó la crisis de 2008 y él hizo «una huida hacia delante». Sus víctimas eran clientes y algunos, trabajadores. Los cuatro han escrito ya la carta a su víctima. La tienen guardada, a la espera. «El trabajo sirve acepte o no la víctima el encuentro», aclara Castilla, que distingue entre el delito y el conflicto jurídico y el daño y el conflicto interpersonal. Estamos ya en la segunda fase, en la localización de las personas heridas, perjudicadas. La Fiscalía de Sevilla y el Servicio de Atención a las Víctimas trabajan en la preparación de los encuentros. «Es un terreno desconocido en el que tiene que haber un concierto de voluntades», explica a ABC el fiscal jefe de Sevilla, Luis Fernández Arévalo, que se ha implicado a fondo, junto a la fiscal de víctimas, Marta Valcarce. «Su agresor está en este taller. ¿Quiere usted hablar con él? Piénselo». Ese será más o menos el ofrecimiento y si la otra parte accede se dispondrá el encuentro, a ser posible fuera de prisión y con el mediador José Castilla presente. Antes los expertos en victimología del SAVA elaborarán un protocolo. José Carlos entiende, pero teme, que el hijo del hombre al que asesinó no quiera verlo. Jesús espera poder pedir perdón a Reyes, la madre amorosa a la que quitaron lo que más amaba. Javier hablará, si ellos quieren, con toxicómanos que tratan de enderezar su vida. «Tenemos una cuenta pendiente vitalicia», dice Jesús porque hay errores que no repara ni el Código Penal.

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