jueves, 27 de febrero de 2020

Una Champions para galgos

Si hasta la fecha parecía haber cundido la idea de que era la pelota, y no las piernas, quien debía moverse más y más rápido si un equipo pretendía acercarse a la modernidad y, con ella, acortar distancias con la victoria, las tornas parecen haber cambiado en los últimos tiempos. Lo nuevo, el gran impacto de vanguardia, está en el fragor del desempeño atlético. O al menos así lo destapan los datos recogidos durante esta primera oleada de partidos de octavos de final de la Champions League, donde todos los equipos que han salido ganadores sudaron más que su oponente. En el reino de los obcecados, nadie se vació más que el Olympique de Lyon. Los de Rudi García recorrieron 118,1 kilómetros ante la Juventus, que cayó en el Parc OL (1-0) con una marca global de 112,6 kilómetros. En el polo opuesto está el Barcelona, que pasó por los pelos de la centena, 100,9 kilómetros para un plantel cogido con pinzas que sacó un resultado bueno para lo que fue su desempeño en San Paolo. En ese partido se dio la mayor diferencia de los ocho duelos de octavos, 10,8 kilómetros dados los 111,7 del Nápoles. Ninguna estuvo más igualada que la que quedó patente en el cruce que enfrentó a Cheslea y Bayern de Múnich. El conjunto de Frank Lampard acumuló 114 kilómetros y el de Hans-Dieter Flick, 115,8. El marcador, no obstante, se movió en latitudes bien distintas: 0-3 para los de Baviera. El Real Madrid, que se estrelló en el Santiago Bernabéu ante el Manchester City, se limitó a correr 106,5 kilómetros, lejos de los 112,9 que acreditó el elenco mancuniano. El dato desmiente los prejuicios que en un principio revoloteaban en torno a la eliminatoria, con los de Guardiola cargando la vitola de monopolizador de la pelota y la posesión, desarmado el asunto a partir del planteamiento mediante el cual el técnico catalán ordenó a Gabriel Jesús ocupar el flanco izquierdo y condenó a Agüero al banquillo, por más que en el segundo tiempo, desmontados los blancos, la pelota terminase en pies de los ingleses. Es, a fin de cuentas, un ejemplo de tantos de para lo que sirven las estadísticas de este corte. El aficionado se recrea habitualmente en la voracidad con que su equipo quemó kilómetro tras kilómetro para encontrar una explicación lógica a lo que sucedió en el campo, pero la realidad desnuda las deducciones simplistas y el juego escarba mucho más allá. Lógicamente, el Manchester City someterá a la mayoría de sus rivales en la Premier a una estricta rutina de persecución de la pelota, lo normal cuando se acumulan porcentajes de posesión absurdos. Pero igualada la contienda y puestas las armas en ristre, el fútbol moderno obliga a una esfuerzo extra. No hay más que atender a los equipos que estos días dominan, aún sin antídoto, el fútbol de élite. En Inglaterra, nadie ha encontrado remedios a ese ciclón que es el Liverpool de Jurgen Klopp, donde el ataque y la defensa se unifican en torno a un mismo propósito, las funciones individuales se diluyen en un recipiente colmado de voluntad común y lo que se precia es arrogarse a los dictámenes de ese gurú de la competitividad que es el técnico alemán. El Getafe, que acaba de someter a todo un semifinalista de la Champions como el Ajax, se maneja mejor que nadie en la fricción, la brega y el esfuerzo, una pesadilla para quien pretenda asistir al Coliseum con la intención de hacer cualquier cosa que no sea adaptarse a unas circunstancias particularísimas. Tampoco se está quieto el Leipzig de Nagelsmann, un ejemplo de innovación en el que se cuecen algunas de las variaciones tácticas que a buen seguro se convertirán en patrones en los próximos años.

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