viernes, 28 de febrero de 2020

Caza a la oruga procesionaria: trampas, veneno y feromonas

Antes de la primavera, centenares de orugas procesionarias descienden de su nido, en las ramas de los pinos y cedros, en busca de su entierro y posterior metamorfosis. El calor de este año ha adelantado esta procesión —de ahí su nombre—, por lo que el Ayuntamiento de Madrid ya ha puesto en marcha la campaña de control de estos insectos, que ha permitido eliminar más de 60.000 bolsones (nidos). «Esperamos retirar a lo largo de los próximos meses 100.000 bolsones [el año pasado, fueron 95.000]», trasladó este viernes el delegado de Medio Ambiente y Movilidad, Borja Carabante, en la finca de Tres Cantos, banco de pruebas para exterminar esta especie perjudicial para las personas, animales y árboles. El peligro de este gusano yace en sus pelos urticantes, que desprende como un mecanismo de defensa. De hecho, las mascotas y los niños más sensibles pueden sufrir un choque anafiláctico. Además, las plagas son capaces de defoliar pinares enteros. Por ello, en un área forestal al norte de la capital, de alrededor de 320 hectáreas, el Consistorio ha ubicado un laboratorio donde, desde el año pasado, trata de descubrir «cuál es la mejor trampa, tanto desde el punto de vista económico como biológico», como explica el subdirector de Parques y Viveros, Santiago Soria. Sistemas «punteros» Dado que la fumigación está prohibida, experimentan con tres sistemas «punteros» en 75 pinos piñoneros, silvestres y nigra; aún por comprobar si estos dos últimos son más atractivos para la oruga. La endoterapia es el primero de ellos, «productos no dañinos» que se inyectan en los troncos de los árboles y envenenan sus hojas, el sustento de estos insectos. Un método, sometido a prueba en cinco pinos, que se aplica desde el mes de septiembre y hasta el inicio de la campaña, cuando los insectos dejan de comer. El segundo es, quizá, el más llamativo: los operarios municipales se elevan en plataformas para quitar los nidos, en los que hay, de media, unas 200 orugas. Las trampas se colocan para aquellos bolsones que consiguen librarse de la mano del hombre. Son anillos, alrededor del tronco, que impiden al lepidóptero alcanzar el suelo, ya que de ellos cuelga una bolsa o recipiente, donde se introducen los insectos. De las afortunadas que tocan tierra —descienden en un solo día— y, en filas siempre encabezadas por hembras, rastrean el suelo en pos del «termopreferendum», el lugar ópitmo donde formar las crisálidas, se encarga una brigada de trabajadores. «Eso es menos efectivo porque muchas veces no se ven las procesiones», aclara Soria. Si todo lo anterior falla, en apenas un mes las orugas quedarán sepultadas y, en julio y agosto, emergerán como mariposas. Pero el Ayuntamiento dispone de un as en la manga para las supervivientes. Las feromonas de las hembras, un imán para el sexo opuesto, se encapsulan en una trampa. «No hay machos para fecundar a las hembras, con lo cual rompemos el ciclo», dice Soria. Durante un mes, la campaña de control, para la que se destinan casi 3 millones de euros —el mismo presupuesto que gastará el Consistorio en exterminar, en dos años, a 12.000 cotorras argentinas— , barrerá todos los parques de la capital. «Esperamos llegar a resultados igual o mejores que el año pasado», apunta Soria. Si bien no disponen de datos hospitalarios para comprobar la eficacia de la operación, el objetivo es «llegar a un nivel anecdótico [de casos de reacciones alérgicas por la oruga procesionaria] en los próximos años», señala. El riesgo, no obstante, no desaparece, pues muchos árboles, de particulares o junto a las carreteras, escapan a esta inspección. «La procesionaria es un insecto maravillosamente bien adaptado a nuestro clima y nunca vamos a acabar con ella», zanja Soria.

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