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La segunda semana del juicio por la muerte de Diana Quer se cerró con más de veinte horas de testimonios acumulados y varias certezas irrefutables sobre la mesa. La primera de ellas, que Diana tuvo que llegar con vida a la nave de Asados. La segunda, que la asfixia no se produjo como el único acusado por el crimen describió. Según la versión que Abuín defendió en su declaración y a la que su defensa se ha abrazado día tras día, el Chicle asaltó a Diana presa del pánico cuando fue descubierto robando gasolina, la asfixió con sus propias manos y, tras un tiempo indeterminado, se percató de que había acabado con su vida, por lo que procedió a esconder su cadáver en un pozo de agua dulce que conocía en una nave abandonada. Un homicidio imprudente de libro, como pide su áspera defensa. Sin embargo, los testimonios de estos días sirvieron para dinamitar un relato que ya no encuentra asidero alguno, a la luz de las afirmaciones científicas y técnicas expuestas en sala ante la atenta mirada de los nueve integrantes del tribunal popular. Ni hubo robo de gasolina, ni la mató rodeando su cuello con las manos, ni la muerte se produjo en A Pobra. Y aunque no se han mostrado concluyentes, tampoco se descartó el móvil sexual, cuya consumación con la violación es lo que hace pender sobre el Chicle la espada de Damocles de la prisión permanente revisable. Es decir, asesinato con detención ilegal y agresión sexual. Las declaraciones más relevantes de esta intensa semana de juicio en los juzgados de Fontiñas las protagonizaron los dos equipos de médicos forenses que estudiaron el caso (los que practicaron autopsia y los que la revisaron sobre el papel) y los ingenieros de la unidad GATO de la Guardia Civil, que aportaron la lectura de los geoposicionamientos de los teléfonos de acusado y víctima en la noche de autos. El engarce del relato de unos y otros invalida la versión del Chicle y dibuja una realidad mucho más angustiosa, que los agentes que siguieron los pasos del procesado durante los quinientos días de investigación se encargaron de resumir al afirmar que el escenario del crimen era «tétrico y escalofriante» y que Diana no tuvo escapatoria. Por partes. Los ingenieros llamados a declarar determinaron con precisión de segundos los movimientos de la muchacha desde que salió de los jardines donde estaba disfrutando con amigos de las fiestas del Carmen hasta que Abuín se cruzó en su camino. La joven iba caminando por el paseo marítimo hasta que su señal se perdió al final del mismo, pero los expertos determinaron ante el tribunal que su geoposicionamiento es «incompatible» con la zona donde el Chicle dijo que estaba robando el gasoil a los feriantes, un callejón paralelo al paseo, muy oscuro y poco transitado en el que resulta difícil pensar que la chica se introdujese. Es más, con el escrutado segundo a segundo, el momento en que Abuín asaltó a Diana no llegó a los dos minutos, porque acto seguido la señal del móvil de la joven empieza a desplazarse a gran velocidad, alejándose de esa posición, lo que implica que ya estaba dentro del vehículo de su verdugo. ¿Por qué es esto determinante? Porque una vez determinado que el arma del crimen fue la brida que se cerró alrededor del cuello de Diana, los forenses insistieron en que en estos casos la muerte se produce tras, al menos, «cinco minutos de presión insistente y firme». Las cuentas, por tanto, no le salen al Chicle, pero sí a la fiscalía y a la acusación, que sostienen que Abuín abordó a Diana, la introdujo en el maletero estanco en cuestión de segundos y la condujo hasta la nave de Asados a toda velocidad. La nave: escenario del crimen El relato de qué sucedió en el lugar donde fue hallado el cadáver es el que sigue presentando mayores desfases con la tesis ofrecida por el acusado. El Chicle reconoció que fue allí porque sabía que había un pozo, y que su idea era esconder el cuerpo en él, aunque ignoraba si estaba lleno de agua o escombros. Llegó, lastró el cuerpo para que no emergiera, se fue a su casa a dormir y al día siguiente se deshizo de la ropa de Diana en un contenedor de Padrón. Su móvil no reveló exactamente eso, aunque sus interacciones con la red fueron menores y además fue formateado poco después. Pero es «indubitado» que a las 3.09 de la madrugada del crimen su teléfono se encontraba en la zona de Asados. De nuevo, una contradicción porque él asegura que a las 3.15 de la mañana estaba ya de regreso en su casa. Al referirse a lo que hizo en la soledad de la nave, una vez acabó con la vida de Diana, Abuín no contó con un testigo incómodo de sus andanzas: las moscas. Las pupas de insectos que aparecieron en el cabello de la víctima cuando fue recuperada tienen una única lectura posible: en algún momento esa parte del cadáver estuvo emergida en superficie, al menos veinte días, para que estos insectos completaran su ciclo vital. Dado que el cuerpo apareció hundido, la conclusión es que hubo una primera intentona de lastrado que falló y el cuerpo flotó. Veinte días más tarde Abuín regresó a la nave, descubrió su error y fabricó con varios cables un nuevo mecanismo con dos bloques de adobe para que el cuerpo se hundiera. El guardia civil que dirigió la detención de Abuín declaró que éste, conforme entraban en la estancia de la nave donde se encontraba el pozo, murmuró que había vuelto al lugar unos días después. Pero esas palabras no aparecieron en atestado alguno, ni las ratificó posteriormente en su declaración en sede policial ni judicial. Se las llevó el viento. Dado que no hubo margen suficiente de tiempo para que Diana falleciera en A Pobra, su muerte debió producirse en la mueblería. Y los dos equipos forenses determinaron sin ningún género de dudas la causa: estrangulamiento con una brida, que apareció en el pozo junto a su cabeza. «Una brida puede matar una vaca», expuso con contundencia Fernando Serrulla, una de las eminencias forenses del Instituto de Medicina Legal de Galicia (Imelga). Sobre lo que aconteció en los momentos previos a la muerte, los encargados de arrojar luz al jurado fueron los investigadores que más cerca estuvieron del Chicle desde el inicio de la investigación. Los mismos que se adentraron en la nave una noche con el mismo ciclo lunar y concluyeron que «es casi imposible» que el Chicle hubiera bajado con Diana en brazos los veinte peldaños de la escalera en forma de L que bajaban a la última planta, el lugar donde se cree que fue violada. Este es el nudo gordiano de todo el juicio, más allá de que lo hasta ahora expuesto disipa el homicidio involuntario y dibuja un escenario por asesinato y detención ilegal. Cuando trascendieron los primeros datos de la autopsia quedó claro que tras 500 días en el agua, en un cadáver saponificado «habría sido un milagro» encontrar restos de ADN de una posible agresión sexual. El careo entre los dos equipos forenses estuvo lejos de ser resolutivo para el jurado. El debate entre ellos se centraba en si había pruebas objetivas de la violación, evidencias forenses que así lo demostraran, y eso parece descartado. No obstante, incluso los defensores de que eso no sucedió no pudieron sino expresar su «convicción» de que detrás del crimen de Diana «había un móvil sexual». El papel del jurado Será, por tanto, decisión del jurado popular considerar si hay indicios suficientes que avalen la posible violación. Los alegatos de las partes tendrán la misión de argumentar a favor o en contra. Si algo está demostrando este juicio es la importancia de la conexión emocional del jurado con los testimonios que se dan en la sala. Durante estas dos semanas se ha visto a miembros del tribunal taparse la cara ante el vídeo de la recuperación del cadáver. Y torcer el gesto ante la enésima pregunta de la defensa en busca de un mínimo resquicio para construir su versión de lo sucedido. En esta tesitura, la labor del letrado de la acusación, Ricardo Pérez Lama, o de la fiscal Cristina Margalet, encuentra una mayor receptividad dentro y fuera de la sala. Por el contrario, la abogada de la defensa, María Fernanda Álvarez, ha protagonizado encontronazos con casi la totalidad de los participantes en la investigación, con un tono frío, desabrido por momentos, muy severo. Si ya de por sí su papel en este juicio es complejo e ingrato, al estar defendiendo (como ella misma reconoció en su primer y brillante alegato) a alguien ya señalado por la opinión pública, no estaría consiguiendo alcanzar el plano emocional de los jurados. Interrogatorios excesivamente largos, redundantes, aparentemente sin un interés claro más allá de una estrategia general de minar de dudas la investigación... Demasiada distancia para que su mensaje, imprescindible en un proceso penal justo, sea atendido. Aunque, desde luego, si los jurados descartan la violación, el mérito será completamente suyo.
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