sábado, 23 de julio de 2022

«Las vidas, las casas y matar al monstruo son nuestra prioridad»

Camisa y pantalón ignífugos de varios milímetros de grosor, cubrenucas, pasamontañas, botas de media caña con plantillas aislantes, casco de protección, gafas y guantes. La temperatura bajo el EPI de un bombero forestal es un enemigo más cuando en el exterior hay 44 grados y te las ves con una pared de fuego de varios metros. Y el humo denso. Lo saben bien los protagonistas de este reportaje, un auténtico escuadrón que lleva una semana desplazado en el incendio de Folgoso do Caurel , el mayor de la historia de Galicia, con un saldo provisional de 11.000 hectáreas quemadas. Sus rostros, ocho días después de la tormenta eléctrica que sembró el terror en la montaña lucense, esconden el cansancio, la tensión, el bloqueo y la amargura. Pero también la satisfacción por haber logrado domar a la fiera en una lucha ancestral dominada por el cuerpo a cuerpo. En plenas labores de enfriamiento del suelo, brotan las experiencias de un incendio nunca visto, con unas características más propias «del medio oeste americano» que de esta esquina atlántica . Óscar, Meizoso, Iván, José Luis, Enrique y Salgado forman parte de una de las brigadas encargadas de aplacar los focos que salpicaron este enclave natural, donde el olor a ceniza lo impregna todo, las columnas de humo aún resisten y el suelo sigue incandescente. Bajo las sirenas que avisan de que los helicópteros están a punto de descargar el 'bambi' –en el argot, el cubo suspendido por un cable capaz de movilizar más de 1.500 litros de agua– el equipo reconoce que nunca antes se habían enfrentado a un adversario de estas características. «Y ojalá no volvamos a hacerlo», anota uno de los efectivos forestales que conforman la brigada, compuesta por cuatro bomberos, un conductor, un motobombista y un agente. Casi familia. Coinciden en su respuesta con la misma sincronía con la que se mueven para atajar un rescoldo o con la que generan un contrafuego. Porque en esto de los incendios, todo funciona como una maquinaria bien engrasada en la que las prioridades están claras. «Las vidas, las casas y matar al monstruo» . Lo resume Manuel Rodríguez, la persona al frente de las labores de extinción en Folgoso de Caurel, último eslabón de esta cadena, desde el puesto de mando. En la última semana ha descansado dos horas diarias; tres horas la noche que más se permitió dormir. El alocado discurrir de las llamas en la montaña a la que no le saca ojo puso a prueba el dispositivo gallego el pasado domingo y lo llevó al límite. «A las 16 horas teníamos el incendio controlado, después de una tormenta de rayos que dejó 52 focos simultáneos en una hora en la noche del jueves . Pero eso solo fue el ataque inicial», introduce Rodríguez. Cuando los incendios ya solo eran cinco y estaban casi estabilizados, a las 16.10 horas del domingo, «un cordón de fuego se coló por debajo de las brigadas, hizo una carrera y con el caldo preparado se creó un pirocúmulo y reventó». «En Galicia nunca había pasado algo así», suscribe para dibujar la escena posterior, el segundo capítulo de este fuego: « El monte se convirtió en una piel de leopardo abierta, salpicada de focos , que obligó a evacuar la comarca por seguridad porque podían coger a la gente en las carreteras, se podía haber repetido un Pedrograo». La expresión de miedo contagia. «Se apaga de noche» Desde el centro de mando de Folgoso quienes acaban de bajar del monte suspiran al explicar que acaban de estabilizar unos focos que «nos llevan matando tres noches». Los últimos. Y es entonces cuando la extenuación, tras una jornada de 12 horas, se mezcla con la caída de la adrenalina, a flor de piel cuando el sol se apaga y los medios aéreos se alejan. «Este fuego no se apaga de día, se apaga de noche. De día se contiene, se traza la estrategia, y de noche le damos fuerte », instruyen con una pizca de orgullo. El fundido a negro en el que se convirtió este municipio gallego es la estampa que las brigadas peinarán, al menos, hasta que llueva. Si es que el cielo ayuda. Porque un incendio así «no se acaba cuando se sofocan las llamas». En Lugo, a una altitud de mil metros, el crepitar de los árboles consumidos da paso a un silencio que solo rasgan los hidroaviones y el traqueteo de las motobombas, pero que, avisan, no es de fiar. El equipo habla de un fuego «moribundo» y muestra su miedo «a las reproducciones». Temen que vuelva a mostrarles su peor cara . No es para menos. Por eso los bomberos forestales que forman la brigada se afanan en enfriar la zona a la que han sido dirigidos, sabedores de que «un pequeño error» puede echar al traste todo un día de trabajo si las llamas reviven. Lo han visto en otras ocasiones, sobre todo los veteranos del grupo, que explican que el riesgo que hay que tomar en un incendio de estas dimensiones debe ser limitado. « Si vas por una carretera y te encuentras un fuego de frente, vuelve antes de que te cerque . Porque alguno con barba se ha quedado sin ella», bromean ante uno de los mayores peligros de su trabajo: el exceso de confianza. A pocos metros de ahí, el asfalto de uno de los accesos aparece derretido. Tal cual. En este caso la experiencia es más que un grado y los veteranos trasladan sus conocimientos a los que menos tiempo llevan por estos lares. « Cuando te asfixias tienes que agacharte para poder respirar porque el humo tiende a subir y la sensación puede llegar a ser muy agobiante sin aire y con las gafas empañadas», recomiendan mientras apuran un bocadillo, el menú diario de la última semana. La logística de un fuego de este tipo, explica Ángel, obliga a movilizar vehículos refrigerados con agua y alimentos por la montaña durante todo el día para el avituallamiento de las brigadas: « Hablamos de repartir más de 800 bocadillos al día, fruta y bebida en distancias cortas pero a las que puedes tardar hora y media en llegar por el trazado de las carreteras». La montaña en Galicia desmiente la máxima de que el camino más corto entre dos puntos es la línea recta. Aquí arriba solo hay curvas y desnivel. Otras normas básicas que todos en el equipo tienen presentes es huir siempre a la zona quemada, la única segura frente a las llamas, y no hacerse el «rambo» . Porque, verbaliza el agente que dirige la brigada, «lo único en lo que debemos pensar es en apagarlo y llegar a casa enteros. La clave es que todos volvamos a casa y para eso tenemos que mirar los unos por los otros». Lo sintetiza con una mirada amable, pero con la cara marcada por la ceniza y los ojos aún enrojecidos por el humo. Durante las labores de extinción en Folgoso, donde el termómetro rompió el techo de los 40 grados varias jornadas seguidas, muchos compañeros sufrieron golpes de calor e incluso quemaduras . Gajes del oficio que no merman sus ganas de actuar. Algunos de los integrantes de esta brigada, incluso, han participado en la extinción en sus días libres. De bombero a voluntario, como si las horas no les pesasen. El sentido de la responsabilidad y de compromiso con el monte abruma. Pero ellos lo resumen con un «es nuestro trabajo». Con la vocación por delante, los que tienen familia confiesan que a veces se olvidan de hacer la llamada de turno, y eso dispara las alarmas en casa teniendo en cuenta que la distancia con su base es mucha y que deben dormir y descansar en habitaciones de hotel. El humo, uno más «Hemos tenido situaciones de mucho humo, mucho calor en los incendios, unas llamas con mucho vigor», comenta Óscar, uno de los que ha sacrificado sus libranzas por defender el monte a 40 grados bajo el sol. «Siempre intentamos hidratarnos, eso es lo esencial», indica para anotar que en los peores momentos deben echar mano de una mascarilla para protegerse del humo, presente en todo momento. Aún así, el olor a quemado los persigue durante días y «podemos seguir echando mocos negros quince días después» . Incluso reconocen que llegan a adelgazar por el esfuerzo, la tensión y la sudoración dentro del uniforme. No es para menos, cuando las exigencias de uno de los peores fuegos que se recuerdan en la comunidad con más suelo forestal de España obliga a que los bomberos se descuelguen por cuerdas para bajar las laderas del monte o a que trepen manguera arriba . Realidades que desmontan la imagen del brigadista pegado a su batefuegos. Fotogramas cargados de una verdad que suele quedarse en el monte. Tampoco fue fácil proteger los pueblos, «muy compactos y muy metidos en la serranía», sobre todo cuando el tiempo para pensar y diseñar un plan de ataque es casi nulo. «En un incendio convencional hay tiempo para pensar la estrategia, en este caso no, corríamos detrás de él. La historia de este incendio es una historia de éxito porque no ha habido fallecimientos , ni bajas, aunque sea difícil de creer con tantas hectáreas quemadas», reflexiona Manuel cerrando el epílogo de unos de los peores días de su carrera. «Lo triste cuando acaba es que queda la parte destructiva, pero ha sido un éxito porque este incendio pudo tomar unas dimensiones que no me atrevo ni a pensar. Ahora hay que acabar de matar al monstruo e ir a dormir », se escucha en la gasolinera de Folgoso, convertida en central de operaciones durante la semana más larga para los escuadrones gallegos contra el fuego. La batalla acabará pronto en O Courel, pero a esta guerra le quedan capítulos por escribir. Sequía, calor, viento. Será cruento, y allí estarán, otra vez, los uniformados. Y ese olor a humo .

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