viernes, 22 de julio de 2022

De una peluquería madrileña

Sánchez hablaba y yo me rapaba. Sánchez se podemizaba y yo andaba en una peluquería madrileña, de ésas de Garci, que me crucé a primera hora de la mañana. La cuestión es que después de mucho tiempo volví a ver una barbería madrileña sin rollito hipster. Barbero con bata y Floyd, y arriba su foto de la Puerta del Sol del año de la polca. Y qué gozo, esas molduras despintadas, ese profesional que acariciaba la calva y la barba mientras Sánchez se cepillaba la economía, el mundo se iba al garete y yo me enamoraba de la loción. Creo que fue Camba, estoy seguro, vaya, quien mejor teorizó sobre la relación entre los periodistas y los peluqueros: ambos, decía, «están en contacto con las cabezas más eminentes de su tiempo». Y quizá la metáfora le salió al gallego en Nueva York. Realmente, dijese Camba lo que dijese, lo importante es que el televisor andaba en mute, y una señora, mayor y habladora, iba contando su proyecto de adelgazamiento mientras le hacían las mechas. la pobre señora, por lo demás flor amada del sano pueblo madrileño, parecía obviar que es muy corto el amor, muy largo el olvido, y el invierno vendrá con sabañones y hambre. Y que caiga el mundo, que pase lo que sea, que una peluquería castiza es siempre una alegría inopinada que aparece en mitad de la calle, cuando menos se lo espera uno. Las peluquerías madrileñas, como las gambas que sirven con una sin alcohol, son la sorpresa que espera al viandante. Un pequeño edén de hombres y mujeres, unisex dicen, donde el tiempo se ha detenido y quizá flote el polvo del tiempo o de la Filomena sahariana. Da lo mismo, la peluquería es la conquista de la civilización frente a la barbarie. Y en Madrid, a pesar de la televisión y los sanchismos de Sánchez y de otros, una peluquería con aire acondicionado sigue abierta. En lo peor de la canícula.

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