lunes, 1 de agosto de 2022

Teórica de pegar la oreja

Dijo Pla que cuando el cordero corderea demasiado hay que huir de él. No nos pasa eso con la oreja, que es la patria pobre que nos queda en este Madrid y no sólo es que no la rehuyamos, es que nos da la llave del madrileñismo y la ciudad. Pegar la oreja, de casquería o de reporterismo, abre los rincones más secretos del madrileño. En los bares humildes, do corre la vida: en el Yakarta de Plaza Elíptica, donde el acento bolo, toledano del bus largo y caliginoso, se va mezclando con los rumores latinos de quienes buscan una vida mejor. Y en Plaza Elíptica, que tiene algo de Ciudad Juárez, hay gorras de mil soles y todo lo que se puede sacar del cerdo o del mar. Madrid olía a ajo para la Beckham , que caminaba sobre las aguas, y sin embargo, en la teoría de calles que 'trasean' a Sol sobrevive Casa Toni, con el colesterol y la plancha tras una cristalera. Allí siempre hay algún matrimonio francés que se sale de la guía, que se sale de horma, y por un día sabe que las arterias no van a implosionar. Poner la oreja es el inicio del periodismo madrileño, la flor barrial de la ciudad. La Perejila en las Cavas, con Lola Flores asomada como en un espejo, el 'horror vacui', y la sensación de retornar en el tiempo, y unos psiquiatras que reflexionaban sobre el juramento hipocrático, con vermut nocturno, algunos años antes de la pandemia. En los bares queda la civilización. La de la humareda, la que reconquistó la barra y pide la canonización en vida de «su Isabel» . Como la del difunto Bar Finisterre , que acogía de mañana a un monólogo de tres, a la atardecida de dos, que eran de Pablo Iglesias, «pese a vivir en El Pardo», porque el pobre matrimonio, vestidito del Decathlon cercano, vivía entre ciervos, aire puro y con poco CO2 por «circunstancias sobrevenidas». Oreja hemos pegado también en el ahora renovado Vinos Sagasta, cuando Alfonso y Araceli abrían su espléndido catálogo de pinchos que eran dos: «Sobrasada o queso». Se oían muchos «me renta» y una tal María José, octogenaria, que levantaba la pata hasta el mostrador y se sonrojaba cuando le hablaban de Pedro, de su Pdr, su amor «secreto». Ella, madrina de guerra de antañazo, que reducía la política al porte y así había que asumirla. Con sus pieles casi nórdicas de haber sido «alguien en Burgos» y convertía la «tabernita» en un guateque cuando Alfonso sacaba la escoba. Se pegó la oreja, y también se participó de ese espectáculo festivo entre semana. Era otro tiempo. Noticia Relacionada estandar No Oreja o ala, gavilán o paloma Jesús Nieto Jurado El bar Jimmy protagoniza la vida nocturna de la calle Hilarión Eslava Pegar la oreja, mientras se va 'desprofilactando' la vida, nos consuela a muchos de los sinsabores de residir en la Tierra. Pegar la oreja, insistimos, sólo puede hacerse en Madrid. Es un patrimonio inmaterial de la Humanidad, donde tiene sentido el abrazo y lamer las gambas. Y así lo consagramos desde estas páginas.

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