Con apenas 13 años, Raúl Canoura ya se echaba al mar con su padre. Aunque entonces no era ni legal, porque hasta los 15 no te daban la 'libreta' para poder trabajar, recuerda con nostalgia mientras los marineros terminan de descargar merluza de pincho y palometa roja de su barco, el Raúl Primero, recién llegado de una 'marea' de quince días. Aunque Raúl ya está jubilado, sigue levantándose antes del alba para supervisar la llegada a puerto de la mercancía y asistir a la subasta, que en la lonja de Burela (Lugo) comienza a las 6.00 horas. Esta semana, sin embargo, con menos ánimo del habitual. A partir del 9 de octubre no podrán faenar en 87 zonas de aguas comunitarias del Atlántico Noreste, un total de 16.419 kilómetros cuadrados, entre los 400 y los 800 metros de profundidad. El nuevo reglamento de la Unión Europea cierra el 1,16% de un caladero tradicional frecuentado por españoles, portugueses, franceses e irlandeses, que no es baladí, pues supone en realidad el 17% de la plataforma atlántica. «Como todos, no sé lo que aguantaremos. Este golpe ha sido mortal», sentencia Canoura. Este armador no entiende cómo Bruselas considera dañino para los ecosistemas marinos su arte de pesca, el palangre, cuando ellos capturan la merluza de pincho con unos anzuelos que no tocan el fondo. «En cuarenta años de oficio nunca cogí un coral con el anzuelo. Quieren acabar con nosotros porque somos el eslabón más débil», cuenta agotado, pues su arte de pesca está permitido incluso en los caladeros de la Antártida, los más protegidos del mundo y se le va a prohibir en el lugar donde llevan más de 50 años trabajando y sigue sin faltar pescado. En el Gran Sol, ese caladero atlántico tan rico como traicionero, abunda también la palometa roja, la barbada, el pez sable, el rape, el besugo, el mero… «Los políticos toman decisiones sin pensar en las consecuencias. Ya tenemos cámaras a bordo para ver lo que pescamos, y no hay corales, pero si quieren llevamos observadores. Si no somos dañinos que nos dejen trabajar», lamenta. Este revés de la Unión Europea es el enésimo golpe que recibe la pesca española, que resiste pese a la subida del precio de los combustibles, el Brexit, la falta de relevo generacional en el oficio y la dificultad para enrolar nuevas tripulaciones. Al patrón del Raúl Primero, de hecho, le quedan tres meses para jubilarse, al jefe de máquinas tres y al patrón de costa un año. Canoura sabe ya que será el último de su familia, donde ha habido tres generaciones entregadas al mar, que vivirá de la pesca. De hecho, su hijo estudia audiovisuales. «Si no fuera por los indonesios…», admite resignado Canoura. Sin alternativa Todos se mueven con soltura por la cubierta, limpiando el barco y haciendo el mantenimiento básico para poder zarpar de nuevo en poco más de 24 horas. Arif y Darkoo llevan más de una década trabajando como marineros en España. Su familia sigue en Indonesia, así que trabajan siete u ocho meses en el mar, ganan dinero para mandar a casa y luego se van para allá el resto del año, explican chapurreando el castellano, sin atreverse a valorar lo que podría suponer para ellos la decisión de la UE. En las 500 embarcaciones afectadas por esta decisión de la Comisión están empleadas unas 2.500 personas, 10.000 en toda la Unión Europea, según estimaciones. Jhon, Jenner y Christian, tres hermanos peruanos enrolados en el Raúl Primero, sintetizan mejor la preocupación que tienen los que comen del mar. «Llevamos toda la vida dedicándonos a esto, en nuestro país también éramos marineros. ¿Qué vamos a hacer ahora, irnos al paro? Yo no sé hacer nada en tierra, no sé de qué podríamos trabajar», resume el último. Estos tres jóvenes llevan ya veinte años en Galicia. El primero que llegó fue Jenner, el cocinero de la expedición, que ofrece a los marineros pizza y nuggets para matar el hambre que despiertan las últimas maniobras. En el pequeño comedor del pesquero, bajo un cartel que felicita la Navidad, apenas caben un par de mesas y bancos. John y Christian, marineros, están «a lo que mande el patrón», admite el segundo, que se ofrece de guía por el interior del buque, donde apenas hay unos cuantos camarotes de cuatro literas y unos baños. «Si sabemos que ibais a venir, lo hubiéramos organizado un poquito», bromea. De momento no han perdido el humor, buena señal. Fuera del mar El silencio que reina en el muelle de descarga de Burela una vez que toda la mercancía está en tierra contrasta con el bullicio que genera la subasta del pescado en la lonja. No solo por el soniquete interminable de los precios de cada producto que anuncia la megafonía, sino también por el ir y venir del personal de la lonja que se encarga de pesar, transportar y empaquetar el pescado que compra cada intermediario. Cada empleo del mar genera, según las agrupaciones pesqueras, entre cuatro y seis en la cadena de tierra: astilleros, administración, talleres, transporte… «Es increíble que no se sepa la repercusión que esto va a tener. Del mar y la fábrica de aluminio vive aquí casi todo el mundo. Como cierren los caladeros, La Mariña se acaba», relata Reyes, una de las empaquetadoras de la lonja. Entre las rederas también hay preocupación. Si los barcos no pueden salir a faenar ellas tampoco tienen trabajo, aunque no se dediquen solo a las artes de pesca de fondo. María Jesús, una de las más veteranas, lleva montando y cosiendo redes de forma artesanal desde los 14 años. «Aquí hay muchas familias en las que el hombre es marinero y su mujer pescadera, redera o trabajadora de la lonja», relata. Maribel Cristina y Luisa, que trabajan en la pescadería más próxima al puerto, O Almacén do Peixe, han puesto una hoja de firmas en defensa de sus pescadores que animan a apoyar a todo el que cruza la puerta. Los intermediarios que abastecen de pescado a restaurantes y supermercados creen que esta decisión no solo afectará a los que viven del mar, sino también a los consumidores: pagaremos más por un producto peor. Eso quien pueda permitírselo. «Los armadores tendrán que parar, descansar más o ir a otros sitios a pescar. Y si pones más barcos en un mismo área, habrá problemas entre los pescadores, sobreexplotación de algunas zonas... El destino del 80% de nuestra merluza es el mercado tradicional. Y cuando bajen las toneladas disponibles, nuestros clientes tratarán de tener un producto parecido, así que se reactivarán las importaciones de Sudáfrica, Argentina, Chile…», cuenta Tito Sixto Gómez, fundador de Descaexport. «En 1989 una merluza de kilo y medio costaba 1.800 pesetas. Hoy está carísima y ronda lo siete euros el kilo. Se ha logrado un producto bueno a un precio muy asequible, no como antes, que la merluza era un lujo». Como la vía política para resolver esta «chapuza jurídica» de Bruselas parece agotada y el tiempo que tardarían en encontrar una solución judicial pondría en juego su viabilidad, por el momento, lamenta Sergio López, gerente de la Organización de Productores Pesqueros de Burela, lo único que pueden hacer es plantear soluciones para mantener «una actividad mínima y ordenada» hasta que el Ices (International Council for the Exploration of the Sea) emita un nuevo informe que certifique que no son dañinos para los ecosistemas marinos. Previsiblemente lo hará en noviembre, pero la decisión de la Comisión Europea podría alargarse hasta un año. «La pesca estorba. Aquí se juntan las cuestiones medioambientales con otros intereses, como el tema de la energía eólica y la minería submarina», relata Sergio López, que destaca que el 60% del pescado que se consume en la Unión Europea es ya extracomunitario. Cuestión de identidad La agonía de la pesca tradicional no es solo un problema económico. Al menos en Burela, el mar forma parte de su identidad. Ser pescador, destaca Basilio Otero, patrón mayor de la cofradía de pescadores de este pueblo gallego, es mucho más que capturar especies comerciales para llevarlas a la mesa. «Es una forma de vida, un arraigo. Tenemos que divulgar la cultura marinera, que es adictiva, porque la gente que entra no quiere salir». Y sabe bien de lo que habla, porque él ha faenado desde los 15 años, como hizo su padre y su abuelo. Los que viven del mar son los primeros interesados en preservarlo. «No queremos ayudas, solo que nos dejen pescar. Nuestro oficio no ha cambiado desde que lo practicaba San Pedro, llevamos siglos trabajando y seguimos haciéndolo. Eso es sostenibilidad».
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