jueves, 27 de octubre de 2022

Alfonso Guerra: «De 1993 a 1996 todo fue deterioro, quizá hubiese sido mejor perder las elecciones»

En la madrugada lluviosa del 29 de octubre de 1982 , un grupo de dirigentes socialistas y diputados recién elegidos por Sevilla salían, acompañados de otros dirigentes del partido, de la nave del barrio de la Macarena donde habían seguido los triunfales resultados de la jornada electoral del domingo. Aún sonaban dentro las melodías de Kiko Veneno con que habían entretenido la espera, y algunos militantes subían a sus coches para recorrer la ciudad tocando el claxon. Entonces unos guardias se acercaron al grupo, se cuadraron ante los presentes y les pidieron un autógrafo. Un rato antes, en la casa de Felipe González en el barrio madrileño de la Estrella se habían presentado unos inspectores de Policía para acompañarlo en su flamante condición de presidente electo al Hotel Palace, en cuyo balcón César Lucas iba a tomar la famosa foto con la rosa en la mano . Había empezado 'el cambio'. Diez millones largos de votos, 202 diputados. «El triunfo de la gente» «Fue el triunfo de la gente», recuerda Alfonso Guerra , artífice de la campaña con Roberto Dorado y Guillermo Galeote como colaboradores principales. «En el 77 las elecciones habían sido una fiesta popular, y en el 82 había menos euforia pero más orgullo . Iban a los actos más seguros que nosotros mismos. No nos temblaban las piernas, pero la preocupación era altísima: la democracia aún era inestable, la economía no levantaba cabeza y llegábamos unos provincianos sin experiencia, que apenas gobernábamos en los ayuntamientos, a hacernos cargo nada menos que de todo el Estado. Pero estábamos preparados. En verano, Dorado y yo nos encerramos en un chalé de playa a preparar listas de posibles altos cargos. Cinco por cada puesto». Noticia Relacionada 40 años de la victoria de 1982 estandar Si De Felipe a Sánchez: adiós a todo aquello Pedro García Cuartango La brecha entre el PSOE de Felipe González y el de hoy es abismal tras la renuncia de Sánchez a la socialdemocracia y sus pactos con Podemos y los independentistas Eran las famosas carpetas, que luego formaron parte de la leyenda de Guerra. «Pero Felipe hizo su gobierno», recuerda el historiador Alfonso Lazo, durante muchos años congresista por Sevilla. « A Alfonso apenas le dejó meter la mano y yo creo que en cierto modo ahí empezó la tirantez entre ellos. Felipe era distante en el fondo, pero nosotros le teníamos una confianza absoluta. Estábamos seguros de que no se equivocaba. Llámalo carisma, sí. Quizá todo consistiera en eso». Casi como ningún otro Carisma: especial capacidad de algunas personas para atraer o fascinar (DRAE, acepción primera). González lo tenía, quizá como ningún político -salvo Adolfo Suárez- lo haya tenido nunca en España. El cronista recuerda la imagen de las mujeres corriendo detrás del coche que llevaba a los mítines al candidato. Y los gritos bromistas: «Felipe, capullo, queremos un hijo tuyo» . El politólogo Ignacio Varela recuerda en su reciente libro 'Por el cambio' (Editorial Deusto) que sudaba copiosamente en los actos públicos, atenazado por la responsabilidad de defraudar o meter la pata, según le explicó el propio dirigente. Y sin embargo, en aquella campaña parecía caminar sobre las aguas. Hablaba a miles de personas y cada una de ellas sentía que la miraba. «Sus discursos -apunta Guerra- suenan mucho mejor cuando los oyes que cuando los lees. Era la dicción, el tono, el estilo. No necesita cinco ideas, le basta con una para seducir. Y es mejor cuando no tiene guion que cuando lo tiene». González y Guerra saludan desde un balcón del Hotel Palace, la noche electoral EFE El cartel electoral reforzaba esa idea, ese mito. El candidato, con leves canas estudiadas y acaso dibujadas, con la mirada ensoñada en el horizonte sobre un fondo de cielo celeste con nubes blancas. En Sevilla, su tierra, la sugestión era absoluta , imbatible, mesiánica como la de un profeta de masas. Allí sacó ocho diputados de 12, medio millón de votos, el 62 por ciento, una mayoría abrumadora. Y su influencia fue esencial para alcanzar, en mayo del 82, la mayoría absoluta en las elecciones andaluzas que dio el golpe de gracia a una UCD en plena desbandada y certificó la inminencia del vuelco de octubre. En Sevilla, la sugestión de González era mesiánica. Sacó ocho diputados de 12, el 62% de los votos González era consciente de su enorme liderazgo prescriptivo. Lo usó dos veces para doblegar la resistencia interna de su partido. Una, en 1979, al forzar con su dimisión repentina la renuncia programática al marxismo. La otra, en 1986, para darle la vuelta a su promesa de salir de la OTAN en un referéndum. Ahí se jugó todo. Ganó el órdago y asentó un poder incontestable entre los suyos. Txiqui Benegas se refería irónicamente a él como «Dios» en unas conversaciones telefónicas cuya escandalosa transcripción acabaría costándole la carrera. Guerra cargaba con la reputación de mano de hierro -sus purgas le granjearon el apodo de Alfonso Beria-, pero era González el que tomaba las decisiones en frío. Incluida la de dejar caer, en 1991, a quien todo el mundo consideraba, equivocadamente, su gran amigo. «Comprendí que Alfonso era más problema que solución», le dijo a la periodista María Antonia Iglesias en un libro. Ambigüedad y ambivalencia Esa gelidez interior la retrata Sergio del Molino en 'Un tal González' (Alfaguara), retrato novelado del personaje en el que aflora su ambigüedad, su ambivalencia entre el hechizo carismático, el desafecto para tomar decisiones y una autoconvicción devenida en cesarismo . A José Rodríguez de la Borbolla, que acudió a pedirle amparo ante la operación guerrista para relevarlo de la Presidencia de Andalucía, lo dejó de piedra con una frase cínica: «No puedo hacer nada, sólo tengo un voto en la Ejecutiva». 'Pepote' Borbolla siempre se sintió un poco rechazado por no formar parte del núcleo refundacional, el llamado 'clan de la tortilla' (por una célebre foto de una excursión campestre en los años setenta). Algo parecido le sucedía a Rafael Escuredo, también defenestrado de la Junta. En la larga estadía de poder casi toda la nomenclatura socialista acabó siendo una cosa y su contraria: guerristas, antiguerristas, renovadores, críticos, oficialistas. Todos menos Felipe. Nadie se atrevió a proclamarse nunca antifelipista. «Felipe era distante en el fondo, pero le teníamos confianza absoluta. Estábamos seguros de que no se equivocaba», dice el exdiputado Alfonso Lazo «Un día, a principios de los 90, tuvimos que escoger entre él y Alfonso, que presentó su propia lista», recuerda Lazo, que hasta esa fecha había formado parte del núcleo de confianza del vicepresidente. «Fue duro, hubo que retratarse en la votación. Yo opté por Felipe porque me daba más seguridad como gobernante». El enfrentamiento dejó heridas largas. Lazo y Guerra tardaron décadas en reconciliarse . Otros no lo hicieron nunca. Las relaciones entre el dúo director de la victoria del 82 son ahora más cordiales, pero no ha desaparecido un punto de tirantez. En la campaña, hablaba ante miles de personas y cada una de ellas sentía que lo miraba. Parecía caminar sobre las aguas «Es que Felipe es distante », dice otro alto cargo de aquel tiempo, que prefiere el anonimato «por no destruir afectos que ha costado rehacer». «Ni siquiera le hacía gracia el trato directo con la gente, pese a toda aquella fascinación popular que despertaba. Incluso le costaba fingir simpatía cuando le acercaban niños para que los abrazara». Guerra matiza más. «Sentía que se le consideraba un caballo de carreras obligado a ganar siempre, y eso no le gustaba. Pero tampoco le molestaba que lo halagasen», añade. El desgaste del tiempo El tiempo y el poder fueron desgastando aquella aura casi mística de hace cuatro décadas. Los escándalos de corrupción, la crisis económica tras los fastos del 92, el agotamiento del programa de modernización estructural de España, el propio cansancio de un electorado al que se incorporaban ya nuevas generaciones. «Del 93 al 96 -evoca Guerra- todo fue deterioro. Decirlo me da problemas, pero quizá hubiese sido mejor haber perdido aquellas elecciones». Al cabo de tantas vueltas, los líderes del 82 se ven hoy unidos por una visión crítica de la actual deriva del socialismo. Los desencuentros con Sánchez han salido a la luz en la celebración de la efeméride , a la que Guerra no acudirá mañana tras el sainete -«tengo el cuerpo cortado», le comentaba ayer Borbolla a Carlos Herrera- de su invitación tardía. «Cuando una generación política no sabe caminar bien busca un chivo expiatorio en la anterior», dice el antiguo 'vicetodo'. Hay resquemor visible, algunos hablan del «viejo PSOE» y del «Suresnes sanchista». «Yo sólo contesto una cosa -comenta el político voluntariamente anónimo-: que la gente mire lo que se hizo entonces y lo comparen con lo de ahora. Claro que cometimos errores, pero, como decía Fidel Castro, creo que a nosotros nos va a absolver la Historia…».

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