«El dolor viene después». No he podido evitar acordarme de la frase que le espetó Don Felipe a Pedro Sánchez en La Zarzuela el día de su toma de posesión. Ninguno imaginábamos entonces que hoy estaríamos sumidos en semejante tsunami, y vaya por delante que no creo que gestionarlo sea fácil. Sin embargo, hay cosas sencillas que Sánchez puede hacer y que revelan la talla moral de un gobernante: La primera es reconocer el error del «aquí no pasa nada» hasta el 9 de marzo. Mientras el presidente de Lombardía lamenta el tiempo perdido, el Gobierno español sigue mayoritariamente culpando al tendido, con mención especial a las Monteros y a Marlaska. La segunda es incrementar la transparencia en el gasto del dinero público: seguimos sin saber casi nada de las compras-timo de mascarillas. ¿Y los respiradores? La tercera es agradecer la lealtad a la oposición, que está apoyando con su voto los decretos que otorgan superpoderes al Gobierno. Sánchez pidió dimisiones por la crisis del ébola. ¡Dimisiones! La cuarta es la lealtad con el resto de actores políticos y empresariales: no pueden enterarse por la prensa de las medidas que ellos deberán poner en marcha. Y, por último, más humildad. Sánchez ha rectificado dos veces, y es de agradecer, pero lo hace a rastras: con las preguntas de la Prensa y con el cierre del Parlamento. Esa tentación de esconderse en la crisis para no dar explicaciones. ¡Ay los demócratas autoproclamados! Dos claves atraviesan todo lo anterior: escasa calidad democrática y demasiado tufo partidista. Y una resistencia numantina a pedir perdón, tan reconfortante cuando uno asume el error. El refranero: no hay mayor ciego que el que no quiere ver.
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