jueves, 30 de abril de 2020

La tierra baldía

Si alguna vez fue cierta la modernidad catalana, el presunto modo más eficaz de hacer las cosas y esa superioridad moral con que nos permitimos la condescendencia de hablar del «resto de España», la pandemia ha dejado al descubierto el atraso reaccionario en que la propia idea del catalanismo se basa. La incapacidad de los catalanes para establecer una distancia crítica -y por lo tanto inteligente- con nuestros gobernantes. Los presidentes Sánchez y Torra defienden, cada cual a su manera, una misma sociedad totalitaria en que la libertad tiene muy poca importancia: y se disfraza de salud y de seguridad el sectarismo y el afán por controlarnos. Torra y Sánchez son un mismo atraso, una misma mezquindad, un mismo brindis a la salud de los que creímos que peor que Zapatero y Artur Mas no podía haber nadie. Pero si en Cataluña no se esperan mayorías alternativas, ni un líder emergente que dé respuesta a un desencanto que ni existe ni se le intuye cercano, porque no hay vida más allá de la autosuficiencia y de la adhesión inquebrantable, en Madrid, la presidenta Ayuso y el alcalde Almeida lideran todas las encuestas y encarnan el espíritu de los ciudadanos libres. Hay vida más allá de la propaganda, del encierro. Una idea de la libertad pervive, una tensión, un nervio, y los madrileños han empezado a rebelarse. La nota que está dando Cataluña -y no sólo sus gobernantes, porque aunque a muchos nos duela hay que recordar que no salieron de la nada- es de tierra yerma, baldía, que ha perdido la esperanza y sólo busca el próximo chute de ensimismamiento para no tener que enfrentarse a la realidad. Los llamamientos de Puigdemont y Torra al confinamiento total, oponiendo economía a salud como si no fueran lo mismo, y la misma necesidad; la concejal Janet Sanz, de Ada Colau, reclamando que se evite que el sector de la automoción se vuelva a activar; o el catetismo cantonal de decir que «en una Cataluña independiente habría menos muertos» cuando lideramos siniestramente todos los recuentos de cadáveres y la consejera del ramo, Alba Vergés, sólo sabe insultar a España y llorar cuando su pueblo es confinado, son esta pobre Cataluña derrotada en su propia mediocridad. Hemos sufrido la peor crisis justo cuando estábamos en las peores manos, pero si Madrid ha reaccionado con el inequívoco deseo de un mundo mejor, con medios vergonzosamente comprados por el Gobierno, pero con otros jugándose el tipo por contar la verdad; con el peor presidente, y el peor vicepresidente, pero con líderes valerosos abriéndose paso; en la Cataluña desolada el conformismo puede no sólo al reformismo sino que deprime el más mínimo rebote de vigor con que una sociedad expresa su dignidad y confirma que aún está viva. La guerra entre Esquerra y Convergència continúa siendo el entretenimiento provinciano, la prensa local asume como información la propaganda de la Generalitat, sin ni siquiera cuestionar el constante fraude de que su presidente y consejeros, prometan desobediencias que nunca llegan a concretarse; ni la indemostrada superioridad moral desde la que continuamos instalados en el más pueril supremacismo. Nadie reclama la aparición de un líder que pudiera inspirar alguna solvencia o esperanza. Y si apareciera, el coro le llamaría «fascista». Ada Colau, que se ha pasado el confinamiento escondida, sin decir una palabra, lidera las encuestas municipales. Que su proyecto populista resulte humillante para una ciudad como Barcelona, no puede hacer olvidar que esta señora estaría en su casa de no ser por los cientos de miles de barceloneses que votaron pese a su nefasta gestión. Mucho más grave que cualquier pandemia es la ignorancia catalana de no entender qué nos hace felices. Y libres. Las inercias que fueron victoriosas -desde el Barça, estancado y arruinado, hasta el independentismo que tan seguro parecía hace unos meses de «tenerlo hecho»- han encontrado su naufragio en el atraso reaccionario, en una exaltación identitaria en realidad muy acomplejada, y en la pobrísima calidad de un material humano mucho menos libre que la libertad que tanto reclamaba. El mundo llamó a la puerta y nadie estaba preparado. Pero Madrid ha salido alarmado contra el angustioso ataque liberticida y Cataluña es una vieja en bata que grita a la policía y esconde al ladrón en casa. Ayer la CUP insultaba desde las ventanas al Ejército que fue a desinfectar residencias en el barrio de Gracia.

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