jueves, 16 de abril de 2020

El misterio de Induráin: ¿Por qué dejaba ganar a sus rivales?

El ciclismo es protagonista en estos días de confinamiento y ausencia de competición en los deportes. Las audiencias de televisión en el vintage del Tour, la Vuelta, las andanzas de Perico y los desfiles triunfales de Induráin superan a las del fútbol. A los aficionados les gusta recordar. Y uno de los detalles que rememoran en estas fechas es esa propensión de Miguel Induráin a dejar ganar a sus adversarios cuando podía hacerlo él. «Miguel es un hombre que vive y deja vivir». Así resumió con acierto José Miguel Echávarri, su antiguo director, la nebulosa que se generó en torno al vencedor de cinco Tour consecutivos (desde 1991 a 1995). ¿Podía un campeón tan grande como Induráin ser generoso? Lo fue, a diferencia de Eddy Merckx, que no permitía ni las metas volantes a sus enemigos. O Bernard Hinault, quien según sus compañeros de equipo, infundía miedo cada vez que entraba en la habitación del hotel. O cualquiera de los modernos, estilo Alberto Contador, Alejandro Valverde o Chris Froome. Su médico personal, José Calabuig, que lo trató en Pamplona desde que era un juvenil, lo definió así en una entrevista en ABC: «Su carácter consiste en evitar la confrontación. No conoce la soberbia y carece de cualquier afán de protagonismo. Es una persona sencilla, pero con valores morales superiores. Es, como su familia, incapaz de concebir el mal». Con ese talante conciliador y pacífico, Induráin construyó su palmarés en el sentido inverso a los catálogos de campeones. Fue el líder más joven de la historia de la Vuelta a España, en 1985 con 20 años. Y levantó dos victorias de montaña en el Tour cuando todavía no era un primer espada en el pelotón. En 1989, en la etapa Pau-Cauterets, ejecutó un efecto aspiradora por los Pirineos. Abrasó al holandés Theunisse en el Marie-Blanque, aplastó a Van der Poel en el Aubisque y subió su corpachón a ritmo de tractor por las rampas de Cauterets para ganar su primera etapa en el Tour. En 1990, se llevó por delante a Lemond en Luz Ardiden después de haber trabajado durante todo el Tour para Perico Delgado en una carrera que convoca a la unanimidad de los especialistas: Induráin debió ganar aquella edición. El navarro comenzó a mostrar su carácter bonachón en el Tour 1991, en la célebre fuga de Val Louron junto a Chiappucci. Allí inauguró su reinado con un regalo. Dejó ganar al italiano y el navarro se enfundó el maillot amarillo. Los mismos protagonistas en el Giro 93 en el valle floreado de Corvara Alta Badía. También ganó Chiappucci ante la indiferencia de Induráin. El español se adjudicó aquel Giro. Siempre la presa de caza mayor. En el Tour 93, más de lo mismo. Aquella subida colosal al Galibier junto a Rominger y el descenso a dúo en Serre Chevalier. Induráin disputó con pocas ganas aquel esprint al suizo. «Lo he intentado, pero ha entrado mejor en la curva. Yo no dejó ganar», protestó sin mucha fe. En el Tour de 1994 provocó un destrozo serio en las cuestas de Hautacam, un puerto de nivel. Dejó a todos los contendientes salvo al francés Luc Leblanc, a quien no apretó en la meta. Ejemplos de generosidad que no cuadraban con otros objetivos que se programó. El oro en el Mundial de Colombia 1995. Allí tuvo que claudicar en favor del compañerismo y la armonía, porque Olano atacó a falta de una vuelta y media y ganó el oro. Pero Induráin, ambicioso ese día, no dio opción en el esprint a Pantani y Gianetti. Se llevó la plata porque ese sí era su propósito. «No soy de estar todo el día contando mis batallitas», confesó en una entrevista en 2018 en ABC. Nunca ganó una etapa de montaña en el Tour o el Giro vestido de amarillo o rosa. Buen samaritano, daba de comer a los demás.

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