La prioridad sanitaria convierte hoy en un sacrilegio pensar en la celebración de elecciones cuando la crisis se haya superado. No obstante, el cálculo electoral es inherente al ADN de los partidos porque actúa como un virus incurable, más aún cuando una catástrofe puede alterar toda previsión demoscópica. Sería obsceno hablar de comicios con 15.000 muertos pendientes de incineración. Es una cuestión lógica de escrúpulo y respeto social. Sin embargo, ayer en el Congreso había caritas de elecciones y por primera vez sobrevoló la idea de que antes o después el coronavirus fulminará la legislatura de forma abrupta. Si lo más reseñable de un pleno convocado para prorrogar el estado de alarma fue una oferta de Pedro Sánchez a los partidos para rentabilizar la fotografía de unos falsos «Pactos de La Moncloa», es que alguien en el Gobierno ya merodea el cálculo electoral. La operación es sencilla: Sánchez pretende sortear su soledad con un simulacro de consenso que sus socios rechazan, y revertir así la percepción de una gestión caótica basada en una imprevisión inédita. Es otro intento ingenioso a lo Kennedy, pero solo eso… Más medias verdades de diseño para restarle catastrofismo al virus, sacudirse responsabilidades y dejar en entredicho la lealtad de la oposición en tiempos de «guerra». Y todo, con el argumentario de un metalenguaje sibilinamente ideado para que la legislatura aguante a base de eufemismos, desescaladas, hibernaciones o la «estabilización» de la muerte, mientras Moncloa ríe explicando a los niños qué es un Erte. No va a ser el virus quien mutile la legislatura, sino el bolsillo, porque no tiene ideología. Cuando todo acabe, habrá cinco argumentos para celebrar elecciones, y solo uno para no convocarlas. La coalición PSOE-Podemos será inestable por su fractura interna, y emergerá el malestar social por la dinamitación de la economía. España quedará expuesta al rescate europeo de la austeridad que tanto odia el andamiaje de ingeniería social de la izquierda, y los socios de Sánchez multiplicarán su precio para apoyar unos presupuestos necesariamente conservadores. Y quinto, empieza a ser dudoso que la construcción meditática de un relato exculpatorio para Sánchez, con España en glaciación, tenga el éxito de otras ocasiones. Este virus demoledor también va a poner a prueba la otra «memoria histórica», la de nuestra capacidad para olvidar a 15.000 muertos en un mes. Por eso, los códigos tradicionales de supervivencia en política pueden haber caducado, y quizás ya no baste con repetir una mentira mil veces hasta convertirla en verdad por agotamiento doctrinario. Así, solo queda un argumento sólido contra las elecciones: Sánchez e Iglesias no dejarán el poder por nada. Pero atentos a las muecas que empiezan a ensayar el PNV o ERC para forzar elecciones.
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