sábado, 26 de octubre de 2019

Llarena apreció rebelión en el «procés» aunque la independencia fuera una «quimera»

Un alzamiento violento con el que trataron de intimidar al Estado exteriorizando de forma pública la posibilidad y predisposición real a doblegar su voluntad. El objetivo último, atentar contra la Constitución española en los términos del artículo 472 del Código Penal (rebelión). Lejos de hablar de «ensoñaciones» o de episodios de violencia puntual, el juez Pablo Llarena no tuvo ninguna duda durante toda la instrucción del «procés» de que los nueve líderes independentistas a los que procesó por rebelión cometieron este delito, aunque la secesión fuera una «quimera». Tampoco dudó de que los hechos se enmarcaban en un delito contra el orden constitucional y no contra el orden público, una percepción que en su momento sí compartió la Sala Penal del Tribunal Supremo cuando ratificó cada una de las resoluciones del magistrado durante la fase anterior al juicio. «Lo que aquí realmente sucedía era que después de más de dos años dedicados a laminar el ordenamiento jurídico estatal y autonómico, y de oponerse frontalmente al cumplimiento de sentencias básicas del TC, se culminaba el proceso secesionista dentro de un país de la UE, con una democracia asentada, poniendo las masas en la calle para que votaran en un referéndum inconstitucional oponiéndose a la fuerza legítima del Estado que protegía unos supuestos colegios electorales», señalaron tres magistrados de la Sala Penal en un auto del que fue ponente el magistrado Alberto Jorge Barreiro. El argumento de algunas de las defensas y de testigos que, como Urkullu, manifestaron que lo que se pretendía con cada uno de los pasos del Govern y del Parlament era forzar al Estado a negociar, no es nuevo. A lo largo de la investigación, algunos procesados ya lo apuntaron intentando restar valor al referéndum y a la declaración unilateral de independencia, convirtiéndola poco menos que en un «farol». Pero el «farol», al margen de su resultado, tuvo una serie de consecuencias que el propio Llarena relató pormenorizadamente tanto en el auto de procesamiento como en la confirmación del mismo, en el que abrió la puerta por primera vez a una condena por conspiración para la rebelión. «La insurrección fue de tal envergadura» que forzó la intervención del Rey, la retirada masiva de fondos de las grandes entidades financieras que tenían su sede en Cataluña, el cambio de domicilio social de 3.000 empresas o la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Una negociación frustrada Llarena ya contempló la posibilidad de que la idea de los procesados fuera la de alcanzar la independencia de Cataluña mediante un acuerdo con el Estado. Sin embargo, para el juez lo determinante era esclarecer la postura de los procesados ante al eventualidad de que esa negociación se frustrara, como así sucedió: si pretendían declarar unilateralmente la independencia o, por el contrario, tenían previsto desistir de su empeño. «Y en esa dualidad, este instructor ha sostenido la primera de las versiones, pues la tesis del hipotético desistimiento se enfrenta abiertamente a una estrategia que contempló la declaración unilateral de independencia, además de contradecir el unificado discurso de los procesados durante estos años, y de enfrentarse al sentido que expresaron los muchos actos políticos y de gobierno que han acompañado a la ejecución de los acontecimientos», señaló el juez. Entre ellos, la desobediencia sistemática a las resoluciones del Tribunal Constitucional, la aprobación de una nueva arquitectura legal, la validez que Puigdemont dio al resultado del referéndum, su desatención a los reiterados requerimientos del Gobierno o la proclamación de la república que llevó a la aplicación del artículo 155 de la Constitución. «Aun cuando el proceso nunca se hubiera orientado a una declaración unilateral de independencia sino a forzar al Estado a modificar una realidad constitucional, no puede excluirse la aplicación del delito de conspiración para la rebelión», señaló Llarena en mayo del pasado año. El instructor rechazó en su auto que la violencia ejercida careciera de «idoneidad, relevancia y suficiencia» como para lograr la consecución del fin secesionista que integra el delito de rebelión. «Es cierto que la funcionalidad de la violencia, si bien no exige que resulte irresistible o invencible para quien la soporta, sí ha de presentar una suficiencia y eficacia que objetivamente la habilite para la consecución del resultado». En este sentido, Llarena aludía a una serie de circunstancias que potenciaron «la eficacia inherente a la intensidad de la violencia»: la capacidad de movilización social del independentismo, el acoso y hostigamiento a las fuerzas desplegadas en Cataluña, una batería de leyes que organizaban la ruptura con el Estado y un cuerpo policial al servicio de la Generalitat. Movilización social La capacidad de convocatoria de los secesionistas estaba fuera de toda duda: en sus manifestaciones habían llegado a agrupar a un millón de personas. «Cierto es que estas movilizaciones no tuvieron naturaleza violenta –reconocía Llarena–, pero supusieron un alarde de que el movimiento contaba con el apoyo de una parte importante y significativa de los habitantes de Cataluña. Una capacidad de movilización que operaba como un marcador de la trascendencia de la violencia, mostrando al Gobierno» hasta dónde podía llegar un alzamiento popular masivo. De igual forma, en los últimos días de septiembre y primeros de octubre hubo importantes fenómenos de desbordamiento social que, «pese a no integrarse en el concepto restringido de violencia que se ha manejado, sí marcaban el riesgo de que las manifestaciones violentas pudieran llegar a expandirse y generalizarse». En concreto hubo escraches a la Policía Nacional y a la Guardia Civil, amenazas a los empresarios que los alojaron en sus hoteles y cortes de carreteras o calles. A ello se sumaba la promulgación por el Parlamento de Cataluña de diversas leyes que proclamaban la soberanía de Cataluña y organizaban la ruptura con el Estado, leyes que fueron recurridas por el Gobierno ante el TC y que dieron lugar a trece sentencias que declararon su nulidad e inconstitucionalidad. Por último, la proyección empírica de que los Mossos no atendían las órdenes judiciales para cortar la insurrección. Dado que las competencias en materia de orden público están transferidas a la Generalitat, la situación presentaba una «trascendencia nítidamente relevante», pues mostraba que el territorio de Cataluña estaba fuera del control policial, hasta el punto de que 17.000 agentes armados no respondían a las órdenes legales, sino a las de los procesados. Evidenciaba, además, la insuficiencia de los 6.000 guardias civiles y policías nacionales para mantener el orden público en todo el territorio de Cataluña. Un resultado previsto «Las actuaciones violentas no se muestran como un resultado imprevisto en la movilización impulsada por los investigados. Las numerosas ocasiones en las que se contempló la movilización ciudadana como instrumento de presión que forzara al Estado a reconocer una nueva realidad política; la previsibilidad de que la violencia pudiera surgir con ocasión del intento judicial y policial de impedir el referéndum y los llamamientos que se hizo a la población a que se resistiera a todo trance a los agentes que estaban llamados a impedir la votación, aportan los elementos de inferencia de que la violencia que acaeció fue conscientemente asumida y buscada para la ejecución de estos hechos», señaló el instructor.

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