viernes, 1 de enero de 2021

Jordi Amat: «En 2017 perdieron unos, pero nadie ganó»

–¿Y ahora qué? –Pensar primero. Habría que determinar qué fue el «procés» y si ha terminado. Podremos responder mejor tras las elecciones. Hace unos meses pensaba que el panorama cambiaría poco, ahora creo que puede cambiar. –¿Cómo? –Habrá una clarificación de posiciones. Y eso es una oportunidad para modificar escenarios. Pero si sigue gobernando el bloque independentista, el «procés» se enquistará. –Pues ERC, PSC y comunes. –Que haya una coalición gubernamental en la que uno de los partidos no sea del bloque independentista. Y no hay fórmulas infinitas. El motor del «procés» es una competencia cainita entre ERC y Junts o la herencia de CiU, que hace que la gobernanza de la Generalitat sea cada vez peor. Solo miran a los lados y no hacia adelante. –¿Primará el eje izquierda-derecha? –Primará quien mejor responda al fantasma de la decadencia. En este vector me resulta muy complicado definir qué es Junts. No tiene capacidad para interpelar a un votante no independentista, por lo que su competición solo es con ERC y la CUP. ERC, sobre el papel, tiene la convicción de que, para que su proyecto funcione, ha de pescar votos entre los que no son independentistas. O que vean que la independencia no va contra ellos. –No hemos superado el «procés»... PERSONAL Jordi Amat Fusté (Barcelona, 1978) es Licenciado en Filología Hispánica y escribe regularmente en «La Vanguardia» desde 2009, primero en el suplemento «Cultura/s» y, desde 2014, en Opinión. Tiene varios premios (Ensayo Casa de América, Octavi Pellissa, Gaziel y Comillas) y es un especialista de las biografías. Acaba de publicar «El hijo del chofer» (Tusquets), sobre el periodista Alfons Quintà. –Si el «procés» es un intento de independencia unilateral, sí, terminó. Tras acumular fuerzas durante más de un lustro consiguió lo contrario. Pero no circunscribo el «procés» a la deriva unilateral. También hubo una confluencia entre fuerzas institucionales y ciudadanas. Esto no ha terminado. –¿Conllevancia o solución? –Depende. Si la conllevancia es que uno tenga una frustración perpetua y el otro tolera esa parte incómoda porque no le queda más remedio, creo que ya no funciona. Hemos llegado a un punto de no retorno. No funciona para la calidad política en Cataluña, ni para España, que no tiene estabilidad. –¿Por qué? –Porque las fuerzas soberanistas catalanas tienen un apoyo suficiente como para jugar un papel importante en el Congreso y porque, a la vez, están poniendo en cuestión la idea hegemónica de nación española. Ya no va a dejar de ser así. –Solución, entonces. ¿Cómo? –Resignarse al fracaso, no es opción. «Junts no tiene capacidad para interpelar a un votante no independentista», –No da una solución. O Cataluña es un país independiente o no lo es. –La solución pasa porque las dos partes acepten para su propio beneficio que la situación actual les perjudica. Y que la otra parte está dispuesta a ceder, pero no completamente. Si el planteamiento es estrictamente binario, no hay solución. Nuestra sociedad es más compleja y debemos aceptar un grado de insatisfacción en nuestras demandas porque el funcionamiento constructivo de las instituciones pide que el pluralismo sea articulado. –Ese punto medio de encuentro se llama Constitución. –¿La Constitución es un instrumento que permite que España funcione políticamente tal y como es? Creo que sí. ¿Está operando en esa dirección? Creo que no. Hay una promesa de asimetría, es decir de diferencia, que no de privilegio, que al no estar garantizada en el texto constitucional puede ser abortada. Como ciudadano catalán y español, el marco de la Constitución me permite dar con una solución. Y no solo es porque milito en ello, sino porque creo, sinceramente, que es la solución más pragmática. –¿Dónde están los intelectuales? –La democratización de la opinión no me disgusta. Los ciudadanos ya no consideran tan prestigiosas las tribunas en la prensa como hace solo unos años. Se ha fragmentado el prestigio comunicativo. El medio ya no te da la autoridad, para bien o para mal. En Cataluña, lo que ocurre es que los intelectuales que se adscriben a la cultura nacional catalana solo impugnan a los de la cultura nacional española, y al revés. Hay facilidad para caer en el intelectual orgánico, no lo digo con afán peyorativo, sino que la inercia es dejarse arrastrar por una determinada lógica en la que participa. –¿Y quién no cae en esta trampa? –Me gusta leer a los que piensan como yo. Pero aprendo leyendo a los que no piensan del todo como yo. Por ejemplo, Enric Juliana, con el que comparto parte de su visión del mundo. También, Máriam Martínez-Bascuñán, Daniel Capó o Joan Burdeus. –Define a Alfons Quintà como un ser vengativo, ¿hay ánimo de venganza en Cataluña? –Creo que Quintà quería ganar cuotas de poder, no para decir la verdad o influir sino para vengarse. No quería ser Pedro J. Ramírez o Juan Luis Cebrián. Y no hay ese afaán en Cataluña, creo. Ni el de la venganza ni el del poder. Hay heridas no cerradas. La más dolorosa es la situación penal de los políticos condenados. Mientras esto siga así, pensar en avanzar o en una reconciliación es muy difícil. –¿En qué beneficiaría? –Se cerraría un ciclo. –Sin arrepentimiento. –Están inhabilitados. –Son una referencia política. –Entiendo que el episodio de 2017, la derrota del planteamiento unilateral, por suerte, es un fracaso colectivo. Perdieron unos, pero nadie ganó. Es muy difícil pensar que las partes actuaron correctamente. Si se acepta esto, solo hay unos que pueden ser magnánimos. –Pero «lo volveremos a hacer»... –El «lo volveremos a hacer» en realidad no mira al futuro. Es la nostalgia de algo que no ocurrió. Y el Estado ha aprendido de su error: permitir que las cosas llegasen al punto que nos perjudicó a todos. Lo de 2017 no sirvió para nada. No es habitual que tengamos a políticos en la cárcel. –Ni es habitual que los políticos se salten las leyes. –Creo que la democracia española afianza la estabilidad al demostrar que puede ser magnánima. –Un optimista. –Un pragmático que cree en el reformismo pragmático ante los problemas enquistados. Soy consciente de la existencia de unas resistencias a la distribución del poder, que está centralizado y cuya elite quiere mantener. El conflicto catalán también es fruto de esta tensión. Una tensión legítima, pero cuya duración sin solución, entre otras, pone en crisis la mecánica del Estado.

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