domingo, 31 de enero de 2021

Soledad y silencio

La peste del siglo XXI que los contemporáneos, con pujos científicos, han bautizado como Covid-19 ha descuajeringado la vida de todos y llenado de lágrimas a muchos. A mí, un viejo que contempla desde las encinas serranas el perfil lejano de la gran ciudad, me ha afectado menos pero me duele la caza ausente. Las cacerías han sido en estos últimos años el modo de comunicarme con mis próximos; mi "Hola" semanal empezaba con migas y huevos fritos y se desarrollaba entre emociones al aire libre y conversaciones al amparo del cocido final de las monterías. Todo eso ha quedado en suspenso, pero además la caza individual también ha desaparecido porque, enclaustrados, no cabían traslados. La soledad y el silencio que siempre he considerado, junto al esfuerzo, los fundamentos de la alta montaña se han colado en los hogares y no como parámetros a superar sino subrepticiamente cual ladrones para robarnos la tranquilidad. Y echo muy en falta esas sensaciones. Tenía concertados recechos senatoriales en el Pirineo del Canigó y en el Maestrazgo aragonés, nada muy esforzado pero que me permitía confrontar mis pobres pantorrillas a suaves desniveles y paseos casi llanos. Suponían un pálido remedo de pasadas cacerías en el bravo Pirineo central y las imprevisibles excursiones asiáticas, pero me seguían acercando a los cielos altos y a los vientos cortantes. Tengo bautizado al recechista de cumbres como eremita de los montes porque se aísla en paisajes inaccesibles para quedarse a solas consigo mismo y, confrontado a la magnitud del entorno, queda medida su pequeñez y puede enfrentarse a preguntas fundamentales como el yo y su destino. Mas el bichito chino nos ha burlado el aislamiento voluntario en las cimas, nos ha encarcelado sin grandeza. Ignacio de Loyola decía que «en tiempos de tribulación no hacer mudanza»; pues bien, el coronavirus nos ha impuesto la mudanza al tiempo que la tribulación y nuestra época, en su adoración a Eros y al dinero, no han reaccionado frente a la peste elevando el espíritu sino reduciendo a números las personas, sí personas, fallecidas y doliéndose por la economía destruida. ¡Ay, dolor!

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