domingo, 3 de enero de 2021

Confinamiento o confín

«Odiábamos el necesario confinamiento y echábamos de menos el confín», me dijo un amigo cuando nos vimos en persona, por fin, en junio del pasado y apestado 2020. Confinamiento en casa. Una casa a la vez cárcel y refugio, que nos protegía de los otros y a los otros de nosotros. A los que más ha costado este encierro ha sido a los cazadores y pescadores, sobre todo a los que practicaban y buscaban en la caza o en la pesca precisamente lo que perseguía ese confinamiento: estar solos, sin nadie, rodeados de campo y de agua, de monte y bosque, de ribera y cielo, de silencio y aire. La mayoría de los cazadores y pescadores que conozco son de estos: cazadores de jabalíes a la espera teniendo como única compañía a la luna; cazadores de rececho tras el duende del bosque sin otro acompañante que los prismáticos y la lentitud; cazadores con perro de los que buscan en campo libre a la perdiz libre, sin otro amigo al lado que el perdiguero o el bretón; mosqueros andantes que se pierden en ríos donde solo puedes hablar con las nutrias y los martines pescadores. Suelen viajar al monte donde cazan o al río en el que pescan también solos. No aborrecen el gregarismo que nos hace humanos, ni odian a la sociedad y su jolgorio, ni están incómodos entre las muchedumbres; pero aman, por encima de todo, eso: estar en el campo solos, acompañados por el paisaje y sus habitantes, tocando la intemperie y el confín, saboreando una forma de libertad que solo quien aprecia y comparte esta forma de pescar o de cazar puede entender. Por eso, a estos cazadores y pescadores, aunque aceptaban, entendían y obedecían la ley, les costaba tanto seguir confinados en sus casas, porque sabían que su libertad en soledad no ponía un peligro de contagio para nadie. Al principio les servía un cierto principio de caución: «bueno, aunque estemos solos, podríamos tener un accidente y entretener a unos sanitarios que ahora están para otra cosa». Pero luego, cuando ya estaba autorizado salir a pasear, a montar en bicicleta o atender al huertecito, ya no entendieron que a ellos no se les dejase saborear la soledad del monte o el río, sin hacer mal a nadie al cazar o pescar bien lejos de otro ser humano. Tal vez la autoridad competente, liada en mil imprevistos y desastres, no tenía tiempo para dilucidar sobre esta afición peregrina, anticuada, superflua o pija. Quizá pensaban que la caza y la pesca eran, como el baloncesto o el fútbol, un deporte de contacto y colectivo. Tal vez no sabían, además, que en muchos casos el ejercicio de la caza era necesario para evitar desastrosos problemas agrícolas. Seguro que no comprendían ese empeño, esa pasión, ese placer de caminar entre los helechos, atravesar el bosque, pisar con cuidado los brezales, imaginar las sendas bajo el agua cazando o pescando en absoluta soledad. Una soledad feliz, buscada, vacuna de muchas incertidumbres y tristezas. Saborear la libertad En estos días, cuando de nuevo vuelvo a salir al campo, solo, en medio de la naturaleza salvaje, aventado por el frío de enero, sorprendido por el crujido leve de la escarcha cuando la va tocando el sol, el silbido del viento en la poca hojarasca que le queda a los robles o el crujido íntimo y sobrecogedor de su tronco cuando ese viento es más fuerte y hace que pasen altas las grullas y bajos los zorzales, aprecio y saboreo con más placer esta libertad. No sé si somos muchos o somos mayoría los cazadores y pescadores que nos acercamos al monte o al río así; los que aborrecíamos, desde mucho antes que apareciera la pandemia, cualquier tipo de confinamiento y amábamos caminar siempre hacia el confín, mirando hacia ese límite lejano e impreciso, armados con la escopeta o la caña, pero sobre todo con la música del verso de Machado: «converso con el hombre que siempre va conmigo / —quien habla solo espera hablar a Dios un día—; / mi soliloquio es plática con ese buen amigo / que me enseñó el secreto de la filantropía».

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