Terminados los noventa minutos reglamentarios, Jesús no aguanta más. Es un señor de apenas cuarenta años y con buena salud, pero está sobrepasado por las emociones y dice basta. Decide salir del estadio Santiago Bernabéu y no volver. En la esquina de Castellana con Concha Espina, en la plaza de Lima, coge un taxi con dirección a su casa, al final de la calle Arturo Soria, al norte de Madrid. Le cuenta al conductor que no ha podido aguantar los nervios y la mejor solución para volver a la calma es irse del campo. En el trayecto, Benzema hace el 2-3, que escuchan por la radio, y el taxista le pregunta si quiere volver al Bernabéu: «No, no soy capaz. No estoy en condiciones de seguir viendo el partido», le contesta Jesús. La magia (’mallía’ que diría Ancelotti) del Bernabéu es tan absolutamente indescifrable y dramática, que es capaz de sobrepasar hasta a los mismos que la propician. El martes noche, Jesús fue uno de ellos. Intentar entender, razonar o argumentar por qué el Real Madrid (casi) siempre acaba sonriendo al final de una eliminatoria europea cuyo partido de vuelta se juega en el estadio blanco es uno de los ejercicios más complicados que existen. Hay un intangible que no tiene sentido ni explicación alguna, y hay también un hechizo que, al menos, pone algo de lógica, si es que la hay, a noches como la del Chelsea o la del PSG: «No sabemos preparar los partidos cuando tenemos ventaja. Tenemos que verlo negro para que la afición espabile, porque en la primera parte estuvo muerta. En ese momento es cuando se produce una mística especial en la cual se juntan los aficionados con el equipo. Cuando ya estamos eliminados, los jugadores transforman el partido y nosotros nos unimos. Se produce una simbiosis entre jugadores y afición, y pasa una y otra vez, año tras año», describe Gerardo Tocino, presidente de la Gran Familia, una de las peñas más populares del Real Madrid. Gerardo ha vivido todas las grandes remontadas de la historia del club, desde la primera ante el Derby County, en noviembre de 1975, hace ya 47 años, hasta la del martes pasado frente al Chelsea. En todas ellas ha habido un patrón que con el paso del tiempo se ha mantenido. El aficionado del Real Madrid es un hincha con un amor especial a la orejona. Un gen que inculcó Santiago Bernabéu, el presidente que contaba el tiempo en Copas de Europa, que pasó a estado de hibernación durante el mandato de Mendoza, y que Florentino volvió a meter en vena a los madridistas: «Por ejemplo, la afición del Atlético, sea el partido que sea, siempre anima, pero nosotros no. En Champions es otra cosa. Hay un cambio importante en el perfil del aficionado. Y como no están acostumbrados a ir al Bernabéu, siempre tienen más ganas de animar. Eso también ayuda a la mística del Bernabéu», explica Tocino. El recibimiento al autobús del equipo desde la calle Serrano con Concha Espina hasta la plaza Sagrado Corazones es otro ritual que enciende al equipo. Un simbólico modo de decirle a los jugadores que no están solos. De hecho, una gran parte de los que acuden a esa comunión ni siquiera tienen entrada para el partido, pero la pandemia ha hecho que el madridismo, como el resto de la sociedad, quiera disfrutar más que nunca de lo que les hace felices: «En este estadio pasa algo», describía emocionado Butragueño. «Esto es el Madrid, esto es el Madrid» gritaba sin descanso y con los ojos fuera de sí un aficionado frente a la zona de prensa la noche del PSG. El martes, se repitió el éxtasis en las gradas. Como ante el PSG, quince minutos después de acabar el partido el Bernabéu seguía lleno. Bueno, lleno no. Faltaba N. La magia del Bernabéu no tiene explicación.
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