
Pedro Sánchez se ha metido en uno de esos líos extremos que siempre despiertan a cualquiera a una realidad desagradable: la de esa extraña sensación de pérdida de control y de carencia de autoridad cuando el poder que te conceden aquellos de quienes dependes se vuelve inestable e inseguro. Sánchez ha entrado en una fase de desorientación cuyo principal síntoma es el caos interno en su Gobierno. Es una fase de autodefensa suicida frente a todo y frente a todos, porque esa percepción de inmunidad política y superioridad moral que su entorno le fabricó desde su llegada a La Moncloa ha empezado a sucumbir frente a la mentira sistemática. Sánchez ha demostrado que no entiende de lealtades, de afinidades, de credibilidad… Hasta un terrorista convicto le quiso recordar ayer, en su indecencia, «el valor de la palabra dada». Este es el nivel. La principal novedad es que una parte despechada y segundona del sanchismo ha dejado de ser sanchista, ahora que el PSOE ha dejado de ser socialista para convertirse en una sucursal ideológica de Podemos propiedad de Pablo Iglesias. De Sánchez se desconoce el detalle…, pero de sanchistas con acreditado ADN ya se sabe que sí duermen mal. De Iglesias nunca se sabe bien si pretende dinamitar al Gobierno o apuntalarlo. En los días pares comparece como un sumiso vicepresidente que susurra constitucionalismo de quita y pon, con voz tenue, al oído de Sánchez. Y en los impares, amanece como el agresivo antisistema que incendia el poder olvidando que él es el poder. Son esos días en los que Iglesias simula por unas horas que no es un burgués de libro, y en los que se disfraza de revolucionario fetén correteando entre las mismas colas del hambre que promueve desde su despacho oficial. Cuando se aburre o los sondeos lo trituran, imposta la voz, recupera el aburrido juego de fascistas y antifascistas y humilla a Sánchez. Iglesias está encantado con su «guerra civil 2.0». En las calles, alentando el odio a una derecha sociológica en busca de su propio 15-M; y en La Moncloa, para debilitar a Sánchez y agrietar al PSOE. El daño que Sánchez hace al PNV y al propio socialismo blanqueando a Bildu en la precampaña electoral desquició ayer a esos partidos. Son manotazos de ciego impulsivos, temerarios… miedosos incluso. A su vez, bastante tiene Ciudadanos con jugar a la ruleta rusa alentando desde el liberalismo una restricción de las libertades. Nadie dirá que Arrimadas no estaba avisada. La duda aún no es saber quién arrojará desde la izquierda la primera piedra para lapidar a Sánchez. La duda es cómo evolucionan cinco millones de votos moderados pertenecientes a socialistas escarmentados, descreídos de Cs y eternos desanimados del PP que se fugaron tiempo atrás. Pero es evidente que en el magma subterráneo de España algo está cambiando antes de emerger a la superficie que está arrasando Iglesias con su «guerra civil 2.0». Sánchez cree tener patente de corso porque cree que nadie en la izquierda asumirá el desgaste de hundirle. Y de momento, ninguno va a ser la coartada de un abrupto final de la legislatura. Pero el salvoconducto ideológico se le agota. ERC ya fue el «cómplice» de la derecha en febrero de 2019 cuando tumbó los presupuestos de Sánchez y abocó a elecciones generales; el PDeCat sabe que Sánchez lo quiere hundir en Cataluña para gobernar con Esquerra; y el PNV sabe de sobra que el trilero de la bolita siempre miente. Hace tres meses Sánchez no habría caído en la trampa tendida por Iglesias con Bildu y otros mochileros del oportunismo. Hoy Sánchez empieza a estar aislado incluso dentro del PSOE.
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