domingo, 31 de mayo de 2020

Barcelona (no) tiene poder

A Torra le viene grande Barcelona y prefiere ignorarla. Él y sus conmilitones no serían nada sin esa Ciudad Condal que no es la suya, pero de la que viven. Arribistas de la comarca, aferrados a supercherías supremacistas, detestan la mestiza Barcelona porque no encaja en sus moldes integristas. El quimérico inquilino de la Generalitat se pasó cincuenta días encerrado: primero como cuarentena; luego, para maquinar la cotidiana zancadilla al gobierno de España. Lo que tenía afuera de la Casa dels Canonges, barceloneses inclasificables, no le concernía: el fanático teme la complejidad que cuestiona su maniqueísmo. Como si Barcelona no existiera, cuando Torra salió de su -¿prudente? ¿cobarde?- clausura fue para subirse al coche oficial rumbo a la Conca d’Òdena. Tras recibir honores de una guarnición de mossos -no es Macià, pero él se lo cree- Torra propinó el codazo de rigor a Marc Castells, alcalde de Igualada y de su misma formación al que dejó tirado en el momento más crudo de la epidemia. Acompañado de la consejera Àngels Chacón, el vicario se reunió con los alcaldes de Castellolí, Santa Margarida de Montbuí, Jorba, La Pobla de Claramunt, Vilanova del Camí y Òdena. Se le veía contento a Torra. En esas toponimias se reconoce. Cataluña, proclamó con una frase muy propia del No-Do, «siempre estará en deuda» con la Zona Cero de la pandemia que su gobierno cerró a cal y canto. Y es que cuando sale de Barcelona Torra se reencuentra con la Cataluña catalana, esa que no sabe de bilingüismos ni otras zarandajas cosmopolitas. Hace un año, se emocionó mucho al hacer campaña en la Gerona de su compañera en sectarismos, la cantarina Marta Madrenas: «Barcelona ha abdicado de ser la capital de Cataluña y Gerona ha tenido que ejercer esa capitalidad». Se refería, claro está, al 1-0. Gerona, añadió, «se ha mantenido al lado del país y de las instituciones catalanas». No sabemos si Barcelona le viene grande a Torra o la Cataluña nacionalista se le ha quedado pequeña a Barcelona. Tal vez las expectativas y preocupaciones de un barcelonés sin anteojeras victimistas se parecen más a las de un madrileño, un valenciano o un malagueño. Este cronista ha constatado el aserto barojiano de que el nacionalismo se cura viajando: se siente más identificado con Madrid o Milán que con Berga o Lérida. Ha llegado la hora de plantearse qué quiere ser Barcelona de mayor. ¿Capital de una Cataluña ensimismada en la tribu, o capital del Mediterráneo y cooperadora con Madrid en la hegemonía cultural hispanoamericana? Como nada sucede porque sí, no está de más la acotación histórica. En 2021 se cumplirán 180 años de «¡Abajo las murallas!» la memoria que Pedro Felipe Monlau presentó -en castellano- al ayuntamiento. El pedagogo e higienista subrayaba «las ventajas que reportaría a Barcelona y especialmente a su industria la demolición de las murallas que circuyen la ciudad» para poder expandirse hacia el Besós y el Llobregat. La campaña para culminar aquella ilusionante propuesta se prolongó tres agitados lustros. Prim y Balmes apoyaron a Monlau frente a los espadones Espartero y Narváez; finalmente, el 9 de agosto de 1854, el gobernador Pascual Madoz decretó el derribo de las murallas. En 1860, Cerdà pudo ejecutar por fin, y frente la hostilidad del catalanismo burgués, su proyecto de Ensanche. No está de más recordar que la vocación metropolitana de Barcelona se intensificó en 1897 con la agregación de Sants, Les Corts, Sant Gervasi, Gracia, Sant Andreu y Sant Martí. En 1904 se anexionó Horta y en 1921 -el año que viene también hará un siglo- Sarrià. Entre 1900 y 1930, Barcelona pasó de 500.000 a un millón de habitantes. Las obras de reforma interior (Vía Layetana), el Metro y la Exposición del 29 no habrían sido posibles sin el sudor de miles de trabajadores de otros rincones de España. La Corporación Metropolitana de 1974 para mancomunar infraestructuras de los veintiséis municipios que circundan Barcelona fue un gran invento. Que la CMB gestionara con solvencia servicios básicos inquietaba a un nacionalismo derrotado por el socialismo urbanita: en 1987 Pujol se cargó la entidad que amenazaba su ingeniería social. Aunque con los Juegos del 92 todavía no se percibió, las capacidades metropolitanas de Barcelona fueron laminadas por los gobiernos de la Generalitat ante un socialismo acoquinado por la ofensiva nacionalista. En la última década, nuestro consistorio ha ido a menos: prestamista de una Generalitat endeudada (Trias); cómplice del aventurismo secesionista (Colau). La «hechicera» de Joan Maragall y Peret es hoy prisionera del independentismo: los CDR vuelven a cortar la Meridiana. Con una alcaldesa que no defiende su ciudad, Torra ha coartado, una semana más, la libertad de los barceloneses; tomar la Línea 1 del metro era ilegal: atravesaba tres regiones sanitarias (Hospitalet, Barcelona, Santa Coloma). Sin ambición metropolitana, esta Barcelona nunca tendrá poder.

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