domingo, 18 de diciembre de 2022

Moacir Barbosa, el hombre que murió dos veces

La vida de Moacir Barbosa quedó destrozada en un instante. Es el tiempo que tardó el balón en recorrer desde la bota de Alcides Ghiggia a la red de la portería brasileña. Corría el año 1950 y Brasil jugaba la final del Mundial contra Uruguay en el recién inaugurado estadio de Maracaná en Río de Janeiro. Aquel día había más de 180.000 espectadores en una grada enfervorecida, unos aficionados que habían hecho una cuestión de vida o muerte aquel partido. Barbosa era el guardameta del equipo local y uno de los mejores, tal vez el mejor, del mundo en su puesto. Ghiggia, un extremo menudo y veloz, regateó a un defensa brasileño y disparó un lanzamiento raso que se coló entre la mano del portero y el poste. Era el minuto 79 y aquel gol, que pasó a la historia como el del 'Maracanazo', sentenció a Brasil. El estadio se sumió en un silencio impresionante con el público atenazado por el estupor. Fue el comienzo de un infierno de cincuenta años en los que Barbosa se convirtió en más que en un juguete roto, que también, en un apestado. Los medios al día siguiente le culparon de la derrota, una verdadera afrenta nacional. «Llegué a tocar la pelota. Creí que la había desviado a corner . Pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar hacia atrás. Cuando me di cuenta de que el balón estaba dentro de la portería, un frío paralizante sacudió mi cuerpo y sentí de inmediato todas las miradas sobre mí«, dijo Barbosa rememorando aquel segundo fatídico. Lo cierto es que la victoria de Brasil y sus grandes estrellas se daba por hecha y que los periódicos ya tenías preparadas ediciones especiales para celebrar el éxito. El sentimiento de frustración fue tan brutal que la Federación Brasileña decidió cambiar el color blanquiazul de la camiseta que, a partir de entonces, pasó a ser amarilla. Aquella derrota provocó llantos, suicidios y depresiones. Aficionados que habían asistido a la final cinco décadas antes recordaban el momento del infortunio cuando el 7 de abril de 2000 Barbosa falleció de una hemorragia cerebral a los 79 años en su retiro de Praia Grande. La muerte marcó el gol con el mismo guarismo de aquel minuto desgraciado. Culpable El meta del Vasco da Gama repetía de forma obsesiva a lo largo de su vida: «La culpa no fue mía. Éramos once y todos éramos igualmente responsables». Pero Barbosa quedó marcado para siempre. No podía salir a la calle ni frecuentar los lugares a los que iba porque todos los brasileños le señalaban como culpable de la derrota. «La pena máxima en Brasil es de 30 años. Yo he cumplido una cadena perpetua que ha durado todos los días de mi vida«, afirmó en una entrevista. Uno de los más amargos fue cuando acudió en 1994 a la concentración de los jugadores que iban a jugar y ganar el Mundial de EE.UU. Mario Lobo Zagallo, asistente del seleccionador brasileño y adversario en el campo de juego en los años 50, le prohibió la entrada en el recinto porque estaba convencido de que su presencia traería mala suerte al combinado nacional. Otro momento terrible se produjo en un supermercado en 1970. Escuchó a una madre decir a su hijo adolescente: «Míralo. Ese es el hombre que hizo llorar a todo Brasil «. Barbosa nunca olvidó el incidente: »La gente necesitaba un culpable y ese fui yo«. Moacir siguió jugando en el Vasco da Gama durante cinco temporadas más. Tras retirarse del fútbol en un modesto equipo a los 41 años, Barbosa logró un puesto de funcionario auxiliar en la sección deportiva del Ayuntamiento de Río. Se jubiló sin una pensión y tras morir su esposa de cáncer en 1997, el Vasco le concedió un sueldo vitalicio. Sus tres últimos años de vida los pasó en absoluta soledad . Sólo unos pocos amigos y familiares acudieron a su entierro, en el que faltaron dirigentes y representantes del futbol brasileño al que había dado tantas tardes de gloria. Medio siglo después, nadie le había perdonado.

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