jueves, 15 de diciembre de 2022

Lecciones entre rejas: «A la cárcel se entra solo y se sale solo»

Los presos cuentan sus entradas en prisión como los marineros cada incursión en el mar . Solo que unos lo llaman 'campañas', y los otros 'mareas'. Esa es la primera lección que se aprende en el patio del módulo 13 de A Lama, un rectángulo de unos 1.000 metros cuadrados limitados por unos muros con concertinas que alejan a sus habitantes de los paseos por el monte que los rodea. La de A Lama, en Pontevedra, es una cárcel modelo que abarca 250.000 metros cuadrado s y en ella viven unos 850 internos, aunque llegaron a ser más de mil. Las instalaciones se dividen en 17 módulos: los de respeto, los ordinarios, los especiales y el de aislamiento. En estos últimos ingresan los presos que se niegan a acatar las normas para convivir con otros reos . Son los menos, pero sus circunstancias obligan a mantenerlos alejados del ambiente cordial que reina en la mayoría del penal, divido en una suerte de núcleos residenciales en los que sus habitantes viven y trabajan bajo la batuta de un educador. Para llegar al módulo 13 hay que pasar varios controles de acceso y desprenderse del DNI y del teléfono móvil . Una vez delante, un guardia y dos puertas enrejadas con un sistema de esclusas garantizan que nadie entra ni sale de él sin permiso. Medidas de seguridad infranqueables y permanentes pese a la normalidad que se respira, que recuerdan al de fuera que sus movimientos están limitados y vigilados . En el comedor esperan, alrededor de una mesa, cuatro reclusos que encontraron en la escuela de la prisión una bolsa de oxígeno a su realidad entre rejas. Todos menos Miguel piden figurar en este reportaje con sus iniciales, aunque a tres de ellos no les importa dar la cara. Conocen el lastre que supone «haber pasado por la trena» , pero se aferran a sus estudios como una tabla de salvación para no volver a delinquir cuando recuperen la libertad. Una mañana con ellos basta para comprobar que estos presos no solo son capaces de aprender lecciones, sino también de darlas. Miguel, dominicano de 35 años, es el más sonriente del grupo . Lleva nueve meses en prisión preventiva por un delito de lesiones –defensa propia dice él– y está a espera de juicio. Le pueden pedir hasta 15 años, pero él insiste en que no se ha demostrado nada y calcula que le caerán «unos cinco» . Tiempo más que suficiente para aprovechar los días en un lugar donde el reloj se frena porque el sol se pone más tarde de lo normal. Él tiene tres hijos fuera y una pareja que lo espera, así que se matriculó en 3º de la ESO para «darles ejemplo». «No quiero que se me desanimen...». Los días más largos Arriba, un momento de la clase en la escuela de la prisión. Abajo, dos retratos de Miguel y G. MIGUEL MUÑIZ A su lado en la biblioteca del módulo se sienta G., una viguesa de 32 años que se presenta diciendo que esta es su segunda campaña, un dato fundamental en la vida intramuros. Entró porque robaba para consumir y ahora se desintoxica en un módulo terapéutico al tiempo que cursa 2º de la ESO. Ella también tiene hijos pequeños fuera –dos– y por ellos su cabeza hizo clic. «En la calle nunca me habría planteado estudiar, dejé el instituto muy joven, pero aquí estoy motivada», asegura ante sus compañeros. A su lado está J., el veterano. Confiesa sin tapujos que tiene 53 años, de los que 30 los ha pasado encerrado. Sin inmutarse, reconoce que ha vivido más tiempo privado de libertad que en la calle , y que su última condena –siete años por robo con intimidación– será «la última». «Ya me toca, tengo una edad», afirma. Él cursa 1º de Bachillerato pese a los problemas mentales que le ocasionó el consumo de drogas y cuando sea libre le gustaría dedicarse «a la mecánica». Perdió la cuenta de las campañas que lleva a sus espaldas, pero es capaz de enumerar todas las prisiones por las que ha pasado. «Burgos, Valladolid, León, Bonxe, Pereiro, Monterroso… llevo muchos años pagados, pero de esta sí que me retiro», bromea. El más callado del grupo es S., un compostelano de 30 años que pese a su corta edad ya ha pisado la prisión en tres ocasiones, y siempre por estafas. «Tengo cinco años y medio de condena» , introduce. Él cursa 2º de Bachillerato en la modalidad de ciencias, algo «impensable en la calle». «En el instituto nunca repetí, pero lo dejé porque quería trabajar y ganar dinero rápido» confiesa bajo la mirada de una de sus profesoras, que no se resiste a apuntar que «es muy bueno». La nueva voz en este relato se llama Marta y lleva 12 años dando clase en A Lama. La primera vez que le dijeron que había una interinidad de un curso se echó a llorar porque no quería una prisión como destino , pero «a los pocos días me enamoré y ya no pedí otra cosa hasta que me dieron la plaza». La diferencia con dar clase en un instituto cualquiera, reseña, es que «estos alumnos estudian porque quieren y siempre te dan las gracias». Hablando sobre sus primeros meses entre presos, la docente se refiere a los prejuicios con los que los profesores suelen pisar estas aulas. « Todo el mundo cree que son duros como en las películas y aquí aprendes que son humanos como el resto y muy agradecidos», reflexiona. Sentado frente a ella, Juan Carlos asiente. Él es el director de la escuela Nelson Mandela de A Lama, por la que al cabo del curso pueden pasar hasta medio millar de alumnos. Lleva 36 años dando clase en la cárcel , lo que implica que ha visto, literalmente, «de todo». Lo más gratificante en su caso es mantener el contacto con antiguos alumnos en el exterior y ver que consiguen trabajo y rehacen sus vidas. En su día a día como profesor de Sociales rompe con los clichés. Es cierto que muchos de los reclusos no tienen ni la ESO , pero también lo es que hay presos que consiguen acabar una carrera desde su celda por la universidad a distancia. «Todos los años se licencia alguno», asegura. En la actualidad, y al margen de los matriculados en la escuela, 22 presos de A Lama cursan un grado. Además, hay otros 43 que preparan los exámenes de acceso a la universidad a través de la modalidad para mayores de 25 o de una específica para presos que superan los 45. En el aula, Juan Carlos también se ha encontrado con licenciados que asisten como oyentes o con reos extranjeros cuyos estudios superiores no han sido convalidados y buscan acreditarlos. «El delito queda fuera» Las circunstancias de cada preso son únicas, pero su pasado no suele ser un lastre de muros para dentro. Es la segunda lección de una mañana en la que varias personas recurren a la misma frase: «Aquí siempre decimos que el delito queda fuera». La acusación que pende sobre el preso ni siquiera se tiene en cuenta a la hora de adjudicarle el módulo . Eso se decide en una entrevista con un equipo técnico que valora más escenarios que el mero delito. Son horas cruciales que suelen quedar grabadas a fuego en sus cabezas. « Da miedo acabar aquí. Los peores días son los que pasas en el calabozo , cuando miras las paredes y sabes que vas para dentro...», rememora Miguel, que ahora acompaña a los nuevos internos en sus días de aterrizaje, los más complicados. Desde sus celdas, de una o dos personas en función de la ocupación, los internos ven el monte. Una vastísima extensión de terreno salvaje que solo pueden acariciar con la mirada. En esta imagen se pierden horas, las que no dedican a estudiar para «ser mejor persona». « Aquí hay mucho tiempo, demasiado, y la escuela nos sirve para eso . Yo en esos momentos de estudio me encuentro como si estuviera libre, se me van los malos pensamientos, los fantasmas», confiesa J. «Es lo más cerca que podemos estar de la calle, y cuando salimos nos sentimos observados o no reconocemos ya los lugares por los que antes nos movíamos», recalca mientras por la ventana de la biblioteca un grupo de presos camina en círculo. La escena podría evocar la del cualquier parque, de cualquier ciudad, cualquier mañana, hasta que G. nos da la tercera lección para sobrevivir al encierro. «A la cárcel no se viene a hacer amigos. Aquí entras solo y sales solo» . Aprendida esta última enseñanza, llega el momento de la despedida, coronado por el estruendo de una reja metálica que se cierra separando, de nuevo, dos mundos.

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