
Hace más de dos meses que el presidente de la Generalitat, Quim Torra, y el fugado Carles Puigdemont no se hablan. La gran ruptura se materializó cuando el año pasado, como respuesta política a la sentencia del Tribunal Supremo sobre el «procés», Torra anunció la celebración de un segundo referendo de independencia sin haberlo antes consultado a quien le puso a dedo en su cargo. Entonces Puigdemont tomó la decisión de que Torra no repitiera como candidato y Torra empezó a tener prisa para dar por terminada la legislatura. Las incidencias, disidencias, egos y necesidades personales -algunas francamente agónicas para un Puigdemont que poco a poco se va quedando sin opciones- han acabado de estropear la relación hasta el extremo de que los dos políticos llevan todo este tiempo sin hablarse. Torrra quiere marcharse con «dignidad», y lo que para él significa ahora mismo esta palabra es ser todavía presidente el día que se celebren las elecciones. La vista para su inhabilitación está fijada para el próximo 27 de septiembre. El Tribunal Supremo dará a conocer la sentencia al cabo de unos diez días aproximadamente, y el «president» da por hecho que le será adversa, de modo que su idea es adelantar los comicios al próximo 11 de octubre. Tiene esta semana de margen para hacerlo si quiere llegar a tiempo. Es el único líder político catalán que aún no ha participado en la ronda de entrevistas que está emitiendo estos días TV3 y fuentes de Presidencia aseguran que acudirá al encuentro cuando tenga la fecha decidida; y que en cualquier caso será de forma inminente. Torra impondría de este modo su voluntad, perjudicando claramente la estrategia electoral de Puigdemont, que acaba de fundar su nuevo partido y quiere tiempo para consolidar al futuro candidato «real», puesto que el «ficticio» será él, que se presentará aunque sepa que nunca asumirá el riesgo de volver a España para ser investido presidente. En la campaña anterior lo prometió, faltando luego a su palabra, y estos días más o menos vuelve a insinuarlo, sabedor de que sus partidarios están dispuestos a creerle cualquier cosa, por falsa que se haya demostrado, y que le siguen y le seguirán con fe ciega. Esquerra, que hace unos meses se veía como ganadora por fin de unas elecciones autonómicas, está comprobando cada día que pasa cómo el peso de Puigdemont en el electorado independentista y cómo, aunque sea con mentiras, está en condiciones de volverles a derrotar. Junqueras, una vez revocado su tercer grado penitenciario, tendrá muy difícil participar en la campaña y su candidato, Pere Aragonès, carece de carisma, de perfil político y de personalidad para enfrentarse a Puigdemont en un debate. Por su parte, Puigdemont ha aprendido con Quim Torra el drama de nombrar a un presidente prepolítico. Ha visto cómo su falta de disciplina y de sentido jerárquico ha creado esta distancia personal, un total caos en la gestión de la pandemia y una cobardía política que han llevado al independentismo al actual punto muerto, sin que se intuya ninguna estrategia ganadora ni siquiera una salida honrosa. Si hace unos meses el expresidente huido simpatizaba con la idea de que el candidato pudiera ser Joan Canadell, presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona, el deterioro de su relación con Torra le ha hecho llegar a la conclusión de que para poder mantener el poder a distancia no es una buena idea nombrar a otro verso suelto, a otro presidente que no es un político y que no atiende a otra disciplina que la que le dicta su alocada ideología independentista, rupturista y de clara vocación unilateral. La otra candidata descartada ha sido Laura Borràs, no sólo porque el caso de corrupción que le afecta es tan real y marrullero que de ninguna manera puede atribuirse a la «persecución de España», sino porque Puigdemont entiende que para combatir la crisis económica que nos espera a la vuelta del verano, y con especial crudeza el próximo invierno, necesitará a un líder que entienda la economía y que sea capaz de gobernar con orden y templanza, y cree que Laura Borràs no es la persona adecuada. El elegido será, muy probablemente, Jordi Puigneró, actual consejero de Políticas Digitales y Administraciones Públicas. Querido por las bases, respetado por su seriedad y conocimientos económicos, Puigneró tiene el inconveniente de no ser muy conocido, pero con el «candidato Puigdemont» animando el debate, las entrevistas y la campaña, él puede mantenerse en un segundo plano, prometiendo capacidad de gestión mientras el forajido se encarga de ridiculizar a Pere Aragonès y el realismo de ERC, del que no se fían los socialistas, se burlan los independentistas y que los propios republicanos, cuando llega el momento de defenderlo con los hechos, se quedan siempre a medio camino. Así Junqueras acabó encarcelado por sedición, con la condena más alta, cuando en realidad lo que él quería aquel fatídico mes de octubre de 2017 es que Puigdemont convocara elecciones, ganarle acusándole de traidor a la independencia de Cataluña, y gobernar luego la autonomía perfectamente dentro de los límites establecidos. Si finalmente adelanta las elecciones, será lo más desafiante que habrá hecho Torra durante su mandato. Las pancartas que colgó y descolgó en el balcón del palacio de la Generalitat, y que causarán su inhabilitación, fueron una machada de escaparate para presumir de valiente, lo que no significa que no tenga que tener consecuencias legales. En cambio, no doblegarse a la voluntad de Puigdemont es algo que muy pocos independentistas se atreven a hacer, y mucho menos dentro de su propio partido.
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