domingo, 30 de agosto de 2020

Carmen Linares: una vida sobre el tablao

Llegué algo justo de tiempo. En la taquilla, frente a mí, un señor (72 años y siete recién cumplidos de jubilado) rogaba una entrada. «Llevo todo el día pateando las calles y nada... vengo desde Alcorcón», decía. La chica que le atendía, tras consultar, le informó de que quedaba una entrada. Me habría encantado captar la ilusión de su voz al recibir la noticia, como un niño el 6 de enero. El hombre, fan veterano de Carmen Linares, decía haberla visto por toda España... ¿qué es la música si no ese instante en el que sientes que levitas? Ayer en Conde Duque la cantaora clausuró una de las ediciones de los Veranos De la Villa más surrealistas. Las medidas sanitarias, de nuevo meticulosas e impecables. Comenzaba la música con «Cintas de color grana», un canto desgarrador a la bella ciudad de Granada, intersección de leyendas, moros, judíos y cristianos. Ya desde la primera canción me llamó la atención el tímido papel de la batería. Escondida detrás de los instrumentos, parece sobrar... más adelante me di cuenta de mi error. «Andaluces de Jaén», letra de Miguel Hernández, sonó sobre una proyección de campos de olivos muy colorida. Linares demostró estar en buena forma, muy expresiva en todo momento. La noche, como explicó la cantaora después, fue un recorrido por sus 40 años de carrera musical y un repaso de los diferentes palos y estilos que ha explorado. Siguió «Toma ese puñal dorao» una serie de cantes jondos que conceptualmente exploran las mismas ideas de exposición, conflicto y resolución que los «medleys» de los Beatles o The Who e incluso, a mayor escala, una sinfonía y ópera. A solas con el guitarrista Salvador Gutiérrez dio una auténtica exhibición en «El tribunal de Dios», un tema de su último disco con una letra atemporal. En un recuerdo a Enrique Morente y Lorca, uno de los patrones del flamenco, cantó «La leyenda del tiempo», un dúo a piano y voz que a este cronista que les habla le pareció incluso más bello que el atardecer naranja que a veces abraza Madrid. Excelso también Carlos Suárez al piano, muy rítmico en todo momento y con un dominio de la armonía (¡esos «voicings»!) que nada tiene que envidiarle a personajes como Ellington o el mismísimo Thelonious Monk. Volvió después la banda al escenario pero antes de retomar los instrumentos formaron un semicírculo para dar paso a la bailaora Vanesa Aibar, que pasó por el escenario como un huracán; sin preámbulos ni rehenes. En una sesión de baile intensa y no precisamente breve la andaluza recordó lo viva que sigue la tradición del baile en nuestro país. Creo que fue en este momento más o menos cuando tuve algo parecido a una epifanía. El flamenco, como el teatro y la poesía, era un fenómeno popular hace años. La gente se divertía el fin de semana viendo flamenco, yendo a la ópera, a una lectura poética en bar clandestino... era lo que había. Son disciplinas artísticas que no se han adaptado bien al futuro porque son sofisticadas y demasiado detallistas como para encajar en los moldes preconcebidos que hoy tenemos para todo. Mientras escuchaba al cuarteto de piano, guitarra, bajo y batería improvisar cerré los ojos y fácilmente podría haber estado en Río escuchando a la banda de Jobim o en Nueva York con Count Basie y sus secuaces. No son ustedes conscientes; yo hasta ayer tampoco lo era. El cantaor Arcángel, uno de los siguientes en la línea de sucesión tras la Maestra, se unió a Linares para 2 canciones de homenaje a Huelva, con letra de Juan Ramón Jiménez incluida. El onubense, con un estilo más técnico que su mentora, tiene muy buena presencia sobre el escenario y la capacidad de emocionar con la voz. Se le notan más los ejercicios de escuela pero eso no es un juicio de valor, es el «progreso» que les decía antes; todos somos víctimas de los moldes. En «Canto de la resignación» dejó una frase ligada de casi veinte segundos seguidos que, de no ser por el virus, habría levantado a los afortunados (que a estas horas ya tenían algo de fresquito en la capital, todo sea dicho). «Canción de las Vendimiadoras», otro texto de Miguel Hernández, puso un tono más animado después de una sección tranquila. Con Vanesa Aibar de nuevo taconeando sobre el escenario, vimos a un Josemi Garzón (contrabajo) crecido. Como todo buen bajista, es maestro del disfraz: en su cara no se ve ni entusiasmo ni desgana, ni felicidad ni tristeza. Un profesional de la primera a la última cuerda. Tras presentar al también cantaor Tomasito, la banda interpretó una versión de Sabina. «Pongamos que hablo de Madrid» es una de esas canciones en las que la obra del pícaro de Úbeda cruza la línea del «pop» hacia el mundo tradicional. En esa línea entre géneros habita la música de Linares, Sabina, Jobim y tantos genios. Con la cabeza bullendo y el alma en paz acabó. En la salida me crucé a un hombre que no lloraba... pero venía de llorar. Le tocó la última entrada.

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