
Los pasillos y los salones del Congreso, desiertos y misteriosos, evocaban ayer las glorias de un pasado cuyos ecos resuenan en sus techos artesonados. Cada vez resulta más difícil discernir los límites entre la ficción y la realidad porque todo lo que sucedió en la sede de la soberanía nacional parecía un sueño dentro de un sueño, una pesadilla escrita por Kafka. El patio de la Cámara siempre ha sido un lugar de encuentro, de corrillos entre los periodistas y los políticos, escenario de confidencias y espacio abierto para fumar y relajarse. Pero los diputados entraban al Hemiciclo embozados en sus mascarillas, sin mirar a nadie ni detenerse, temerosos de un contagio que flotaba en el ambiente como un fantasma. Hay en un petril de granito en ese patio con una advertencia que reza: «Si vas a fumar, distancia mínima interpersonal de dos metros». Pero nadie fumaba. Sólo Adriana Lastra, escondida en un rincón, vestida con una falda de lunares y una elegante chaqueta verde pálido, que hacía equilibrios para mantenerse sobre sus altos tacones. Pedro Sánchez se bajó del coche oficial y se paró un momento para preguntar al agente de seguridad de la puerta: «¿Qué tal?». Luego se introdujo como una exhalación en el edificio sin girar la cabeza frente los pocos periodistas que aguardaban su entrada. No hubo preguntas. Daba la impresión de que muchos diputados se habían dormido, dada la hora tan temprana. Pero no. El Congreso no llegó a la mitad de su aforo debido a las limitaciones impuestas a los grupos por la Mesa como medida de precaución por el virus. La única referencia inmutable sigue siendo la estatua de Julián Besteiro junto a la que pasan sus señorías al acudir a su escaño. Fue una sesión bronca, llena de recriminaciones y descalificaciones. Nada nuevo. Sánchez y Casado volvieron a atizarse. El líder del PP le recriminó los recortes sociales y subrayó que España estaba «a la cola del mundo» por su gestión del coronavirus. El presidente le respondió aludiendo a la corrupción y los escándalos que, a su juicio, minan la credibilidad de la oposición. Siempre el «y tú más». Luego Carmen Calvo y Cuca Gamarra se enzarzaron en un agrio debate sobre la esencia de la lealtad que precisamente no recordaba las reflexiones de Platón en «La República» en las que alude a las virtudes del estadista. Y no faltó tampoco el cruce de reproches entre Espinosa de los Monteros y la vicepresidenta, con una mascarilla a lo «yellow submarine», a la que recriminó que no estaba en el banco azul para insultar a la oposición sino para someterse a su control. El lance más divertido de la sesión fue cuando Macarena Olona, diputada de Vox, se despidió de Pablo Iglesias con estas palabras: «Nos veremos en la próxima sesión». A lo que el dirigente de Podemos, no falto de ingenio, respondió: «Entonces me toca elegir las armas: la palabra». Una chispa de talento en una vida parlamentaria oscurecida por el sectarismo y un afán de quedar siempre por encima del adversario. Demasiados eslóganes prefabricados y poca argumentación. «Manca finezza» en el Congreso, como hubiera dicho Giulio Andreotti. Lo ocurrido ayer me recordó un pasaje de una crónica de Josep Pla para La Veu de Catalunya. Está escrita en febrero de 1933, pero bien podría expresar lo que vimos en la carrera de San Jerónimo: «Se da la curiosa paradoja de que cuantos más éxitos logra Azaña en el Parlamento y cuanto más tritura a sus enemigos, más fuerza tienen los vientos de fronda que soplan en la calle. Y es que obstinarse, como hace Azaña, en querer mantener un Parlamento que tiene el juego interno roto, equivale a mantenerse sobre la nada». La nada, la nada. Esa es la palabra que mejor define el triste espectáculo del Congreso.
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