miércoles, 30 de septiembre de 2020

El ministro Campo queda en evidencia

Cuando el PSOE y sus socios de investidura firmaron el domingo un documento conjunto para frenar el pleno del CGPJ y evitar los nombramientos clave de seis magistrados del Tribunal Supremo, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y Juan Carlos Campo sabían de antemano que la decisión de Carlos Lesmes de celebrar la votación era irrevocable. Y sabían también de la «revuelta» en ciernes contra la parálisis parlamentaria, o que el malestar interno en el órgano de gobierno de los jueces había alcanzado un punto de no retorno. Por eso, el Gobierno no intentaba tanto bloquear a la desesperada esa votación -lo que era imposible porque ni con un hipotético plante de los vocales progresistas habría dejado de celebrarse-, sino coaccionar a Lesmes, estigmatizar a un Consejo aún de mayoría conservadora, y fabricar un «relato» político que le permitiese deslegitimarlo. Es cierto que el CGPJ lleva casi dos años sin renovarse. Y es cierto también que el imprescindible acuerdo entre PSOE y PP para disponer de la mayoría cualificada prevista se vio truncado en dos ocasiones. Una, en noviembre de 2018, cuando pactaron que Manuel Marchena presidiese la institución con un equilibrio ideológico milimétrico entre la veintena de vocales que iban a ser elegidos; y la segunda, este julio, cuando el PP accedió a retomar la negociación después de rectificar su negativa a pactar mientras la exministra de Justicia Dolores Delgado siguiese siendo fiscal general. En las dos ocasiones, negligencias políticas cometidas con ánimo de condicionar la renovación y ejercer un control ideológico sobre el Supremo dieron al traste con cualquier posible acuerdo. Con el añadido de que en verano, Podemos dinamitó los puentes con su ofensiva contra el poder judicial, contra la separación de poderes y contra la Monarquía. Desde entonces, todo permanece roto. De ahí las prisas de Juan Carlos Campo, incapaz de lograr aún una sola victoria política, por construir ese guión que permita a la izquierda presentarse como víctima de un PP intransigente, aferrado al «control» de los jueces, y de espíritu profundamente anticonstitucional. Por eso, antes de la votación el Gobierno había filtrado su idea de reformar la ley orgánica del Poder Judicial para sortear al PP en la negociación, plantear la añagaza de una renovación parcial -no total- del Consejo, y «asaltar» así su presidencia con una mayoría progresista. Todo un subterfugio alternativo para pervertir el espíritu de la Constitución, y además culpar de ello a la oposición. Incluso, el Gobierno ha llegado a dudar de la legitimidad de este CGPJ por el mero hecho de estar en funciones, algo inédito. Pero Campo ha quedado desairado por una parte relevante de la propia izquierda judicial. Su relato queda desmontado por el número de votos logrado ayer por cada juez designado -entre 18 y 20 de 20 posibles, lo que demuestra el grado de consenso interno-, y por la propia traición de su «memoria histórica»… Campo olvida sus años como vocal en funciones avalando nombramientos; olvida que no es la primera vez que un Consejo prolonga su mandato sine die; y olvida que el PSOE vetó designaciones de magistrados en el TC, manteniendo a la institución en prórroga automática con mayoría progresista durante más de dos años. Lamentablemente, es una «anómala normalidad». Queda por descifrar aún el alcance real de esta «lección» que los vocales de uno y otro signo han dado esta vez a los partidos, porque también tiene mucho de tacticismo coyuntural… y poco de revuelta «patriótico-institucional» definitiva contra el poder político. Pese a la conquista de una unidad satisfactoria, el eterno «pasteleo» pervive, y en la letra pequeña de estos nombramientos hay premios a amistades de antaño -la propia de Lesmes con Barja de Quiroga, como presidente de la Sala Militar en detrimento de Julián Sánchez Melgar-, hay pagos de antiguos favores, hay cuotas que van más allá de lo ideológico y hay vetos personales. Todo tiene truco.

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