viernes, 10 de julio de 2020

La pésima gestión acaba de hundir a Torra

El presidente de la Generalitat, Quim Torra, fracasó primero en su promesa de llevar a los catalanes a la independencia, alimentó luego los alborotos y los incendios del pasado otoño en Barcelona, como último acto desesperado y violento de quien había perdido más por la propia incompetencia que por los aciertos del contrario, y finalmente ha hecho el ridículo como gestor, propiciando con su incompetencia y la de sus consejeros una situación límite y descontrolada en Lérida, donde no se han tomado ninguna de las más elementales medidas para contener la pandemia. Falló Torra como «soldado» del independentismo, por falta de valor y por falta de estrategia, demostró su naturaleza racista y violenta fomentando una bronca callejera que él era el primero que sabía -porque de un modo u otro la controlaba- que no llevaría a ninguna parte, y en lugar de reconocer su miedo y su fracaso, jugó a las pancartitas en el balcón de San Jaime para forzar su inhabilitación y parecer un héroe cuando sólo ha sido un incapaz y un cobarde. Repudiado por el sector más serio del independentismo, despreciado por Puigdemont, que de ninguna manera le quiere volver a tener de candidato, y habiéndose quedado sin relato «nacional», Torra se pasó el confinamiento diciendo que «en una Cataluña independiente no habría tantos muertos» y exigiéndole al Gobierno «que nos devuelva las competencias que nos ha robado». Las competencias le fueron devueltas durante los últimos compases de la desescalada y la Generalitat no ha sabido qué hacer con ellas. Ningún protocolo, ningún seguimiento fiable de los nuevos contagios, ningún aislamiento efectivo de los contactos, ninguna previsión ante eventualidades que cada año se repiten, como la llegada de temporeros a la comarca que ahora ha tenido que volver a ser confinada. A Torra sólo le ha quedado la rabia de decir que «la culpa la tiene Madrid» en una intervención que pareció una parodia de sí mismo que hubieran hecho en un programa de humor; el alcalde de Lérida, Pueyo, culpó de los rebrotes al «Estado» en tanto que según él «nos ha mandado a gente de todas partes», en una exhibición de racismo ramplón que una vez más hubo que escucharla dos veces porque a la primera no parecía que pudiera ser cierta. Hace sólo dos días, la consejera de Salud, Alba Vergés, anunció que la Generalitat estaba preparando un «plan especial» para contener la afectación que el coronavirus causa a los temporeros, como si estos trabajadores fuera la primera vez que acuden a Lérida y sus alrededores, y demostrando por lo tanto una total improvisación y falta de iniciativa política, social y técnica para ejercer las competencias que tanto llegó a reclamar. Por nefasta que en muchos aspectos haya sido la gestión de la pandemia por parte del Gobierno, Torra ha hallado en cada momento un modo de empeorarla. Si Puigdemont fracasó en su intento en convertir a Cataluña en más de lo que es, Torra la ha rebajado a mucho menos de lo que no hace tanto fue. Es imposible de imaginar respuestas tan frívolas y equivocadas en la Generalitat de Jordi Pujol, incluso en la de Artur Mas, que el año largo en que se dedicó a gobernar sin agitar las bajas pasiones de la turba, llevó a cabo una ejemplar reforma de la administración, que el mismo presidente Rajoy reconoció y aplaudió. Está siendo y será aún muy larga la decadencia en que Cataluña se sumió cuando decidió que la Ley no importaba, que la connivencia entre catalanes era algo como de quita y pon, y culpó a «España» de todos sus problemas, en lugar de frentearlos y resolverlos como hacen los ciudadanos y los políticos de países estructurados y libres. Sin rumbo político, agotada la aventura independentista, y con un gabinete sin consejeros que hayan sido nombrados por su capacidad, sino más bien por su adscripción a las distintas familias políticas del secesioniso, Cataluña naufraga en su inanidad ensimismada. Con la sola idea que la de esperar su inhabilitación, para tratar de justificar su nefasta presidencia con toneladas de victimismo, Torra vive los meses de propina que le quedan en la Generalitat. Las elecciones serán a principios de febrero si antes el presidente no decide recurrir a su último truco, convocándolas el 1 de octubre para aprovechar el simbolismo independentista de esta fecha. Tal adelanto parecía poco probable hasta principios de junio, pero ha sido tal el caos y el hundimiento por la pésima gestión que a Torra le empiezan a fallar las fuerzas para continuar, y medio año se le podría hacer incluso a él demasiado largo.

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