jueves, 17 de noviembre de 2022

El primer impacto al llegar a Doha: quiere ser Las Vegas, pero sin pecado

Se han dicho muchas cosas de Qatar . Se ha dicho que el país tiene fabulosos depósitos de gas y que, gracias a esos yacimientos, sus emires atan los camellos con longanizas y son capaces de firmar cheques cuyas cifras, portentosamente llenas de ceros, desafían el álgebra tradicional y son ilegibles para el común de los mortales. Se ha dicho también que obligan a las mujeres a ponerse velo y a adoptar una posición subordinada, que castigan duramente a las parejas gais, que imponen, en fin, una asfixiante dictadura moral que asume los principios del wahabismo, una de las corrientes más rigoristas y ceñudas de la religión islámica. Todo eso se ha dicho, y es verdad. Sin embargo, cuando uno aterriza en el aeropuerto de la capital, Doha, reluciente como si acabara de pasar el mayordomo del algodón, no recibe todas esas impresiones de golpe. Hay que aguzar la vista, comprender las sutilezas escondidas y no caer en la tentación, tan frecuente en los viajeros ocasionales, de afirmar tajantemente «esto es así». Doha de mayor quiere ser Las Vegas. Han construido un paseo marítimo junto al Golfo Pérsico al que pomposamente llaman 'La Corniche', que suena a croissants, a martini blanco y a riviera francesa. ¿Es un sitio bonito? Resulta difícil definirlo así, al menos si atendemos al Diccionario de Real Academia, que exige «cierta proporción y belleza». Proporción aquí no existe: todo es desmesura. Hay mar, y eso siempre ayuda, pero esta ciudad nueva tiene un aire impostado e infantil, como el dibujo de un niño enfebrecido. En un extremo del paseo se alzan unos edificios formidables y altísimos, de arquitecturas caprichosas, muchos de los cuales todavía están en construcción. Hay grúas por todas partes y algunos operarios (tez cobriza, barba hirsuta, gesto fatigado) se afanan sin mucho entusiasmo en dar los últimos retoques al pavimento. No van a llegar a tiempo para el Mundial, pero tienen disculpa: son las dos de la tarde y hace un calor opresivo e inapelable. El termómetro marca 32 grados, pero son unos 32 grados muy convencidos de sí mismos, flamígeros y empapados de humedad. En las torres más imponentes han colocado carteles gigantescos con las figuras del fútbol que van a corretear por los estadios cataríes. Uno va caminando por las calles, ardientes e inhóspitas, y de pronto se encuentra con una versión ciclópea de Bale o de Luis Suárez. Si atendemos a la cartelería, no cabe duda de que la estrella de España es Pedri. Su fotografía cuelga de un edificio un poco escondido pero de buen tamaño. Le acompaña una leyenda en castellano: «Precisión». Doha no podrá nunca ser Las Vegas porque le falta el pecado y eso acaba siendo muy aburrido. No hay casinos en La Corniche, no hay bares, apenas hay restaurantes, olvídense de los tipos estrafalarios y de las tentaciones carnales. Al ladito del paseo marítimo está la Fan Zone y ahí es probable que las cosas se desmanden un poco cuando empiece el mambo del Mundial, pero, a las dos de la tarde, este lugar, cuyos rascacielos aparecen en todas las postales de Qatar, es un desierto árido apenas aliviado por unas plantitas heroicas que brotan de la tierra con enorme sufrimiento. Hay en este momento nueve operarios que miran con estupor un jardín cuyas hierbas bastante hacen con no evaporarse. No se ve a nadie por la calle. No hay aficionados, ni falsos ni de verdad, salvo dos o tres despistados que surgen de una boca de metro con camisetas albicelestes y que ponen el gesto de quienes se han perdido irremediablemente. En realidad, lo que tal vez sorprenda a los ministros cataríes, lo más interesante de La Corniche son los barcos perleros que todavía permanecen fondeados en la ensenada. Antes de que Qatar descubriese que se acuesta sobre un mullidísimo colchón de gas, los pocos pobladores de este minúsculo territorio desértico se dedicaban al pastoreo de camellos, a la pesca o a la búsqueda de perlas marinas. Los esquifes de madera, frágiles e inestables, hermosos en su modestia, sirven de contrapunto a los apabullantes excesos arquitectónicos y aportan un toque de honestidad en medio de tanta fantasía. También han colocado en La Corniche un pez titánico y de cutis brillante que se diría hecho con globos. Se trata de un dugón mofletudo que se desliza sobre un lecho marino. Lleva la firma de Jeff Koons, el autor del Puppy del Guggenheim. Como el escultor es un tipo famoso y cotizado resulta temerario meterse con él, pero este pescado aquí varado queda extraño y estrambótico, absurdo como una calcomanía. Quizá haya pretendido Koons lanzar algún tipo de mensaje ecologista, lo que resulta decididamente contradictorio con esta ciudad y con el país entero. Noticia Relacionada estandar No Guía de Qatar 2022: todo lo que necesitas saber sobre el Mundial Javier Torres Santodomingo ¿Quiénes han ganado el torneo? ¿Cuáles son los máximos goleadores? ¿Cuántos estadios hay preparados? Encuentra la respuesta a estas y otras preguntas El metro de Doha es también un relámpago futurista. Se abrió en 2019 y solo tiene tres líneas -roja, amarilla y verde- pero sus estaciones parecen los quirófanos de un hospital. En algunos vagones uno puede ir sentado cómodamente en sillones orejeros. Un cartel pegado en la pared anuncia, en inglés y en árabe, que del 11 de noviembre al 22 de diciembre todos los vagones serán de clase estándar para incrementar la capacidad de los trenes. De costumbre, hay además otros dos tipos: el 'oro', que va como un tiro, y el 'familiar', en el que solo pueden viajar las mujeres, sus hijos y sus maridos. Un hombre a partir de los 12 años no puede meterse en ese vagón. Quizá le sorprenda positivamente al emir saber que, pese a haber abierto la mano con este asunto moralmente tan peligroso, el metro de Doha no se ha convertido en una perversa Sodoma. Al contrario, la gente del lugar, según ha podido comprobar este cronista, sigue yendo sentada en sus sitios con la cabeza gacha y mirando el móvil, sin precipitarse por un abismo de erotismo y desenfreno. Y eso que estos días se ven por las calles de Doha muchas más mujeres con el pelo suelto que oculto por el hiyab o por cualquier otro tipo de velo. Nadie las molesta y no todas parecen extranjeras que han venido a ver la Copa del Mundo. Uno contempla a las periodistas mexicanas, con sus bellísimas y abundantes melenas de pelo negro, y no puede evitar pensar en las suecas del bikini que llegaron a Benidorm en los años sesenta. Para comprobar hasta qué punto esta apertura es una tregua o una semilla de libertad habrá que esperar a que el balón dejé de botar. Esto no deja de ser una primera impresión, seguramente mentirosa. Los países, aun los muy pequeños, no se descubren en unas horas y menos aún cuando la Copa del Mundo impone una realidad alternativa, casi fantasmagórica. Al fin y al cabo, Qatar ha pagado muchísimo dinero para disfrutar de un prodigioso y artificial metaverso que desaparecerá en un mes. Veremos qué sucede entonces.

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