sábado, 28 de noviembre de 2020

La insalvable distancia

Me gustan los ricos. Me caen bien. Me alegra cómo piensan, me fascina cómo se mueven, cómo la gravedad se distribuye por su cuerpo de un modo distinto, ajena al peso de las cuestiones más obvias que preocupan al resto de mortales. Hay una ligereza en su modo de andar, de gesticular con los brazos; la camisa les cae más suave por el pecho y en sus razonamientos hay siempre algo de muy inocente, pero no por ingenuo, y si han llegado hasta aquí es porque ninguna idea les pareció lo suficientemente estúpida como para no considerarla. Su precisión no consiste en su infalibilidad, sino en no alejarse nunca del alba. Me gusta cómo me mira un rico, con la primera curiosidad intacta. Como el niño que aún no ha descubierto el miedo y todo lo que ve le sorprende, y de todo aprende, y no existe la impostura. En la cena éramos unos cuantos -hasta que no prescriba no podré decir la cifra exacta- y yo también tuve tiempo de mirarle. Con la debida prudencia, porque estaba a su lado y detectaba con notable sensibilidad lo que en cada momento se salía del cauce, pude sin prisa observarle, y me di cuenta de lo pronto que se evadía cuando la conversación no iba sobre nada que para él fuera novedoso. No era desdén, no era desprecio, no era ostentoso. Yo he visto esta mirada muchas veces, la que hace ver que te mira pero tú sabes que ha dejado de interesarle lo que le estabas explicando. Es una mirada cortés pero vacía, con los ojos fijados en ti pero sin la intensidad que proyecta la intención. He procurado siempre relacionarme con hombres más inteligentes, más ricos que yo, y a poder ser, más guapos. A veces es desolador constatar la insalvable distancia. Pero sobre todo para la vanidad de uno que escribe, tan engañosa, y que nos suele poner en situaciones tan ridículas, resulta imprescindible darse cuenta y asumir que siempre hay alguien por encima en la jerarquía. Vi a mi anfitrión más fuera que dentro de la conversación, y su cara no era exactamente la de la tristeza, ni la del aburrimiento, pero sí la del abismo de silencio entre su introspección y lo que solía decir para de vez en cuando participar de la algarabía general y que nadie notara que se estaba clamorosamente ausentando. Todo en él era suave, amable. Ningún gesto brusco, ninguna palabra inadecuada, pero el mundo que él mismo había creado en su propia casa, con sus amigos, sus invitados y su magnífica cena, y que tanto parecía divertir a los demás, a él conseguía entretenerle sólo a ratos, muy pocos ratos. Uno que era el más joven, quince años más joven, era su amigo de a diario. Daba la terrible impresión de los que han olvidado que viven de prestado. Todo en lo que el dueño de la propiedad era sutil y delicado, en su amigo era grosero, estridente y muy poco interesante. Es verdad que los ricos tienden a «miñonizar» a algunas de sus amistades. «Miñonizar» viene de «minyona», que es la palabra que en catalán usamos para referirnos a la criada. En la necesidad de que siempre haya alguien que les acompañe en sus desvelos, en sus ganas de no se sabe exactamente qué, y en los estragos que causa la soledad a las inteligencias especialmente sensibles, que acostumbran a ser las más autodestructivas, es frecuente que sean bastante baratos sus pactos con la realidad. Frecuente y bastante inevitable, porque hay que tener un tipo de personalidad muy determinada, y que casi nunca es elegante, para vivir a través de los impulsos de los demás y acabar creyendo que son los tuyos. Y tu talento, y tu casa. Es imposible tener mucho y no hacerse daño. Es imposible tener mucho y no hacerse daño. Las inteligencia es siempre fría y solitaria. Por ser más rico, más clarividente, más delicado que los demás, es altísimo el precio que se paga. En silencio, en soledad y en esta sórdida aceptación de la vulgaridad que escandalosamente contrasta con lo que todo a tu alrededor es distinguido y sofisticado; y yo sé que ahora lo digo y lo entiendes, y ya lo sabías de mucho antes, pero te tropiezas siempre con algún fantasma cuando quieres dar el paso. Hay algo conmovedor en ello y algo desesperante. Algo de despótica dominación y la angustia por el insufrible dolor que tú mismo te causas.

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