Pedro Sánchez dijo a finales del mes pasado: «Hemos salido más fuertes». Todo apunta a que efectivamente hemos pasado lo peor de la crisis sanitaria, pero la sociedad española no es más fuerte. Los tres meses de confinamiento, decretado el 14 de marzo, han dejado de momento más de 28.000 muertos, según las cifras oficiales, millones de trabajadores en el paro, un agujero en las cuentas del Estado y un clima cainita en la vida política y social. La confianza de muchos ciudadanos en el sistema ha quedado muy dañada. El deterioro de las relaciones entre el Gobierno y la oposición se ha trasladado a la calle hasta generar un ambiente de crispación en un sector de la población. A las nueve de la noche, muchos españoles han salido a los balcones durante estos meses para golpear sus cacerolas como signo de protesta. Y en algunos barrios se producían concentraciones espontáneas para abuchear al presidente del Gobierno. Pero mientras esto sucedía, militantes y simpatizantes del PSOE y Podemos utilizaban las redes para acusar a la derecha de nulo respeto a la legalidad democrática e incluso de golpismo. No ha faltado quien ha llegado a echar la culpa de la pandemia a Mariano Rajoy por haber recortado el gasto sanitario. Desde que comenzó el estado de alarma, con una Administración paralizada por el virus, el Gobierno ha realizado un esfuerzo sin precedentes en el campo de la propaganda con ruedas de prensa diarias, a veces de varias horas, en las que se repetían siempre los mismos mensajes. Y Pedro Sánchez ha comparecido cuando ha hecho falta con el argumento de que la pandemia no es cuestión de planteamientos ideológicos o territoriales. Ha repetido también hasta la saciedad el mantra de que el Ejecutivo se ha limitado a seguir las recomendaciones de los técnicos. El problema es que esos criterios han ido cambiando. En más de una ocasión, hemos visto cómo el Ministerio de Sanidad rectificaba las declaraciones de algunos ministros como sucedió cuando la portavoz Montero anunció que los niños podrían salir acompañados de un adulto a las farmacias y los supermercados y luego Salvador Illa precisó para acallar las protestas que también podrían pasear por la calle. O cuando se desmintió a la titular de Industria por anticiparse a revelar que se iban a abrir las fronteras sin haber consensuado la medida con Portugal. Durante buena parte de la crisis, la cúpula militar ha estado presente en las comparecencias del Ejecutivo, algo que convirtió en un boomerang cuando un alto mando de la Guardia Civil tuvo el desliz de afirmar que el cuerpo trabajaba para contrarrestar las críticas al Gobierno. Un grave error que la oposición aprovechó para descalificar a Sánchez. Tampoco los jefes de las Fuerzas de Seguridad del Estado acertaron al jactarse de que se habían puesto más de 600.000 multas a los ciudadanos que vulneraban el estado de alarma. Muchos juristas han apuntado que el 90% de estas sanciones no se podrá cobrar porque son ilegales. Tras decretarse el mando único, dos representantes del Gobierno han tenido una presencia constante en los medios: el ministro Salvador Illa y el doctor Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias desde 2012. Illa estudió Filosofía y era secretario de organización del PSC cuando fue nombrado al frente de Sanidad. Carecía, por tanto, de la formación y la experiencia para abordar la pandemia. Y Simón, que sí tenía conocimientos científicos, ha cometido graves errores que le han desacreditado, probablemente para evitar la alarma y proteger al Gobierno en un exceso de celo. Dijo que el virus tendría escasos efectos en España porque nuestro sistema sanitario estaba preparado para hacer frente al peligro. Luego aseguró que las mascarillas no eran necesarias ni útiles. Pocos días después, señaló que la Sanidad pública haría test masivos a toda la población de forma inmediata. Y, al final, se enredó con la cifra de los muertos con explicaciones incomprensibles e incoherentes. Los datos de las funerarias, del sistema de monitorización del Instituto Carlos III y del INE indican que el balance podría ascender ya a más de 40.000 víctimas. La elevada mortandad de la pandemia, probablemente la más alta del mundo por número de habitantes, no ha hecho mella en la visión optimista del Gobierno. La ministra Teresa Ribera declaró que España se había situado en la crisis «en la gama más alta del éxito», Carmen Calvo señaló que a Portugal no le había afectado tanto el coronavirus por estar al oeste y el propio Sánchez subrayó que su actuación había evitado «medio millón de muertos». Un cálculo difícil de creer cuando nadie es capaz de cuantificar con precisión el número de víctimas, que se ha fijado con criterios muy selectivos, ni tampoco se han realizado test masivos como en otros países. Los datos son, sin embargo, desoladores: más de 50.000 infectados entre el personal sanitario, desprotegido hasta hace muy poco. La visión de los hospitales con los enfermos en los pasillos, las salas de espera e incluso las bibliotecas ha resultado devastadora y ha demostrado que nuestro sistema sanitario no es el mejor del mundo pese al esfuerzo casi heroico de sus trabajadores. Descalificaciones Mientras el número de muertos ascendía hasta alcanzar los casi 1.000 fallecidos diarios a primeros de abril, las relaciones entre el Gobierno y la oposición se iban deteriorando hasta degenerar en un cruce de descalificaciones e improperios que han mostrado la cara más miserable de la clase política. Adriana Lastra, portavoz parlamentaria del PSOE, llegó a decir que el PP profería «tres insultos por minuto», mientras Sánchez acusaba a Pablo Casado reiteradamente en el Congreso de ser una marioneta de la extrema derecha. Durante este periodo, el PSOE y Podemos han elegido dos blancos para centrar su ofensiva contra el PP: Cayetana Álvarez de Toledo e Isabel Díaz Ayuso. A la primera Pablo Iglesias la llamó despectivamente «marquesa», a lo que contestó la portavoz calificando al padre del líder de Podemos de «terrorista» por su militancia en el FRAP. Los ataques a la presidenta madrileña han sido peores, ya que la izquierda ha calificado su gestión de «criminal» por los ancianos fallecidos en las residencias. Un polémico vídeo ha venido a acrecentar el debate. Pero Pablo Casado y otros dirigentes del PP como Teodoro García Egea y la propia Cayetana tampoco han ahorrado agravios hacia Sánchez y los ministros. Les hemos escuchado que la gestión del Gobierno ha sido desastrosa, que los socialistas llevaban a España a la ruina y que han sembrado el país de cadáveres por su incompetencia. Una y otra vez los partidos de la oposición han afeado al Ejecutivo que no impidiera la manifestación feminista del 8 de marzo en Madrid. A pesar de ese clima hostil, Casado votó a favor del estado de alarma hasta la quinta prorroga a mediados de mayo. En esa ocasión, Ciudadanos salvó a Sánchez de una gran derrota política. La posición de Inés Arrimadas provocó consternación en algunos miembros de su partido. Marcos de Quinto y Juan Carlos Girauta decidieron abandonar sus filas por el giro de la nueva dirección. El presidente del Gobierno se ha mostrado intransigente con la oposición y obsequioso con diputados independentistas como Gabriel Rufián y Mertxe Aizpurua. Pero también ha alternado el palo y la zanahoria con el PP y Ciudadanos. Sánchez es un personaje poliédrico que muestra la cara que le interesa. No ha dudado en decir una cosa y hacer la contraria o cambiar de opinión cuando le ha convenido. Lo que nadie le discute es su formidable capacidad de improvisar alianzas para sacar adelante sus iniciativas en el Parlamento. Y, sobre todo, su instinto de supervivencia, que le llevó a resucitar políticamente cuando todos le daban por muerto hace tres años. Sánchez ha cruzado algunas líneas rojas sin inmutarse. Pactó el apoyo de Bildu a cambio de comprometerse a derogar la reforma laboral, desoyó las recomendaciones de los barones socialistas y no dudó en aceptar la reanudación de las negociaciones bilaterales con el Gobierno de Torra para obtener el respaldo de ERC en el Congreso. Pero también ofreció a Casado y Arrimadas la reedición de los Pactos de La Moncloa, en un intento de mostrar su cara más amable. La invitación se quedó en nada, era un gesto puramente retórico. El encontronazo más duro con la oposición se produjo con la destitución del coronel Pérez de los Cobos, que dio lugar a cuatro versiones distintas e incompatibles sobre su cese. El ministro Grande-Marlaska perdió su crédito en una crisis en la que pasó de decir que su relevo estaba previsto desde hace meses a denunciar una conspiración de «la policía patriótica». Algún dirigente de Podemos llegó a sugerir que la derecha pretendía dar «un golpe de Estado». Desde que llegó al poder hace dos años y, sobre todo, a lo largo de la pandemia, Sánchez ha actuado como Zelig, el personaje de la película de Woody Allen que se mimetizaba con el entorno hasta el punto de adoptar los rasgos físicos de su interlocutor y su forma de expresarse. Y ésta ha sido la estrategia del presidente, dotado de la habilidad de cambiar de apariencia como Zelig según le convenga. El jefe de Gobierno se ha esforzado en los últimos días en mostrar un rostro de moderación. No es posible saber si en su fuero interno piensa que la crispación social y política ha llegado demasiado lejos o se trata de una estrategia de cara a la negociación con la UE, que le ha prometido subvenciones y créditos por importe de 140.000 millones. Las espadas están en alto porque, a pesar del apoyo de Merkel y Macron, países como Holanda, Dinamarca y Austria quieren imponer una condicionalidad a las ayudas. A petición de Casado, Sánchez acordó la creación de una comisión para la reconstrucción económica del país, presidida por Patxi López. Pero las primeras reuniones en el Congreso sólo han servido para agudizar el enfrentamiento y escenificar las descalificaciones mutuas. «Cuando se vaya, cierre la puerta», le dijo Iglesias a Espinosa de los Monteros, con el que mantuvo un bronco debate. Prioridad, la economía La principal prioridad del Gobierno es ahora la recuperación de la actividad económica, lo que pasa por la reactivación de sectores clave como el turismo y la automoción, muy tocados por la crisis. La UE, la OCDE y el FMI han coincidido en sus previsiones, que apuntan una caída cercana al 10% del PIB este año en el mejor de los casos. El déficit presupuestario podría alcanzar los 120.000 millones de euros, lo que se traduciría en un aumento del endeudamiento que haría peligrar el mantenimiento de las prestaciones sociales. Con este panorama a Sánchez le vendría muy bien un pacto con el PP para sacar adelante los Presupuestos del año que viene y equilibrar progresivamente las cuentas públicas. Pero ese escenario parece improbable porque Pablo Iglesias no está dispuesto a recortar el gasto público ni los servicios sociales. El líder de Podemos ha dicho en más de una ocasión que los ciudadanos menos pudientes no pagarán el coste de la crisis, a diferencia de lo sucedido en 2010 con Zapatero al frente del Gobierno. En las últimas semanas, han sido perceptibles algunas diferencias entre Sánchez e Iglesias, pero ambos se han esforzado en aparentar una cordialidad en sus relaciones. A ninguno de los dos les interesa ahora una ruptura. El presidente sabe que necesita los 35 escaños de Podemos para sacar adelante sus proyectos en el Congreso, mientras que Iglesias quiere seguir disfrutando de las mieles del poder. Si la situación económica se deteriora en el próximo otoño, la alianza entre Sánchez e Iglesias sufrirá una dura prueba. No es descartable que, si Europa pone duras condiciones al Ejecutivo, el dirigente socialista opte por un cambio de socios. Difícil pero no imposible. Pero la preocupación más inmediata del Gobierno es un rebrote de la pandemia, tal y como ha advertido la OMS esta semana, lo que tendría consecuencias catastróficas para la economía. España se enfrenta en los próximos meses a un futuro incierto en un contexto de crispación e incertidumbre, como refleja la última encuesta del CIS, en la que un 74% de los ciudadanos valora la situación como mala o muy mala. El pesimismo se ha convertido en un mal nacional, mientras que crece la impresión de que el espejo en el que el país veía reflejada su benévola imagen se ha roto. Ni somos más fuertes, ni el sistema ha salido indemne, ni la confianza es la misma. Los viejos fantasmas del pasado han resucitado, el cainismo y el sectarismo han vuelto a un primer plano, mientras Gobierno y oposición pugnan por echarse la culpa del desastre. «España se salvará porque tiene que salvarse», dijo Unamuno antes de morir. Ojalá que así sea.
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sábado, 20 de junio de 2020
El espejo roto
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