sábado, 20 de junio de 2020

Felipe González, el padre de Bruto

Edipo, hijo de Layo y Yocasta, se dejó llevar por los consejos del Oráculo de Delfos para matar a su propio padre. El PSOE, hijo de Felipe González, ha seguido las recomendaciones del areópago comunista para eliminar a su creador contemporáneo. La mitología griega resumió las miserias humanas hace ya varios miles de años. Ha cambiado todo lo que nos rodea, pero no hemos cambiado nosotros. La ofensiva de la izquierda contra Felipe González Márquez es, más allá de legítimas y sanas discrepancias, un homenaje a Bruto, cuyo nombre en minúscula califica a quienes conspiran contra sus raíces. Desde que el hombre del pelo cano, bembo, de cadencia pastueña en el habla y heredero en su dialecto de Elio Antonio de Nebrija dejó la presidencia del Gobierno en mayo del 96 y la secretaría general del partido apenas un año después, muchas de sus verdades se han ido diluyendo en postales de burgués que soslayan su pasado. De la foto de la tortilla a la del yate y el puro media mucha moqueta. Las alfombras del poder deben estar hechas de un material que contamina las ideas y que, con los años, desarrolla en el infectado una enfermedad llamada incoherencia. Nadie ha pasado por ella sin padecer la tos de la contradicción. Por eso el aburguesamiento político no es una unidad de medida del talento. Es ley de vida. Así que las figuras del tamaño de González tienen que ser calibradas con otra magnitud física que podría ser una mezcla de tiempo y masa. El PSOE moderno, que ha traicionado todos los principios de la chaqueta de pana, sigue viviendo a la sombra del felipismo a pesar de los esfuerzos titánicos de José Luis Rodríguez Zapatero y de Pedro Sánchez por descomponer las estructuras ideológicas de un partido que es obra de Isidoro en la clandestinidad. Los cimientos de la sociedad del bienestar en España, que están hechos con tres materiales primarios de la libertad -igualdad, justicia y dignidad- salieron de la hormigonera de Suresnes, en los aledaños del París del 68, en aquel congreso de las postrimerías del franquismo que eligió al hijo de un vaquero de Sevilla, abogado laboralista que había montado un despacho junto con varios compañeros de las juventudes socialistas de la Facultad de Derecho, para dirigir un partido en estertores. El exilio de Llopis había arrinconado al PSOE en los terrenos del comunismo y sus postulados no habían logrado superar la degradación socialista en los acontecimientos previos a la Guerra Civil. Y Felipe aportó un ingrediente del que no se ha desprendido nunca, el mismo que ahora le impide tener el cariño de sus hijos políticos: la moderación. Su trayectoria en el Gobierno estuvo luego llena de luces y sombras. Como todas las trayectorias. El peso de los GAL, que Pablo Iglesias le recuerda en su constante afición al rencor cada vez que alude a su figura, lo hunde hasta las rodillas y rebaja su estatura política, como Filesa, Roldán y todos los demás sucesos negros de su regencia. Pero los avances sociales que vivió España durante sus casi 14 años en La Moncloa le han permitido conservar un prestigio en Europa y en Iberoamérica del que el PSOE tendría que presumir. Felipe resucitó el partido, lo reconstruyó por dentro, lo condujo hasta mayorías que la izquierda no podía ni soñar sólo unos años antes de su llegada. Por eso estorba tanto ahora. El silencio de Sánchez y sus huestes ante los ataques de los radicales es una puñalada de Bruto al progenitor del nuevo socialismo español. Puro complejo de Edipo. El oráculo podemita ha conseguido fracturar el PSOE por sus entrañas: felipismo versus zapaterismo. El pensador que combate regímenes como el chavista frente al zote que pastelea con Maduro. Los herederos del legado de Suresnes promueven un reduccionismo que atenta contra su propia historia. Felipe es para ellos el amigo de los millonarios, el hombre que fuma puros con Carlos Slim, el que va al cumpleaños de Gabriel Alarcón, el que hace negocios con el magnate Gustavo Cisneros y el que, por si acaso no funciona toda esta maquinaria de desdoro, enterró el socialismo en cal viva. No es el hombre que debatía sin reloj con Gabriel García Márquez ni el que redujo la jornada laboral de 60 a 40 horas, ni el que amplió la Educación para que nadie más tuviera que someterse a la dictadura del analfabetismo, ni el de la Ley General de Sanidad… El PSOE actual que ahora reniega de su mayor referente intelectual, del presidente que homologó a España con el resto de países europeos y nos enseñó en una de sus frases más sentenciosas que «la burguesía desempeña en la historia un papel revolucionario», ignora que todavía muchos de sus votos proceden de la herencia felipista. En la España interior sigue existiendo una masa electoral trascendente que no vota al PSOE, vota a González. A lo que él representó para quienes aprendieron a respirar en libertad gracias a su oxígeno. Cualquier organización fuerte, liderada por personas con una mínima enjundia, presumiría de un militante que ha sido tan determinante para su nación. Pero el sanchismo se ha dejado comer la oreja por los viejos enemigos de su padre y está contribuyendo a su ostracismo. Quiere acabar con él por culpa de las ínfulas de los niños del aparato, esas criaturas amamantadas por el puño y la rosa, no por la vocación de servicio, que aspiran a pasar de la historia a la mitología. Ya lo dice un viejo refrán: no compres de quien compró; compra de quien heredó, que no sabe lo que costó. El resumen de este escarnio es sencillo. Se basa en un ajuste de cuentas que viene de muy lejos. No es más que un nuevo capítulo revanchista de la memoria histórica. Felipe González apartó al PSOE del marxismo en el congreso de Suresnes y ahora el marxismo, que lo lleva esperando casi medio siglo, es el que quiere apartar a Felipe González del PSOE.

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