
Madrid tiene sus horas y sus olores. Sólo hay que bajarse el bozal para redescubrir una capital que estuvo escondida tras varias capas: la del confinamiento, la de Filomena, la de la mascarilla. Está el Madrid que entremezcla las gallinejas y el horno de las pizzas franquiciadas en lo oloroso, que pierden al turista en un mareo de casticismo, falso, y de italianos que quizá sean de Nápoles. No muy lejos, el barrio de las Letras, cuyo último olor en la pituitaria fue como de orines y de luz de luna; pero han podido pasar unos años. Madrid huele, o quizá sea mera sinestesia, a carbonilla cuando se sube o se baja de Atocha, donde no hay tortugas ya y...
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