Siempre he creído –y así lo he escrito más de una vez– en la existencia de un misterioso hilo subterráneo que liga al cazador con sus paisajes. El cómo tiene lugar esta sorprendente ósmosis es un arcano de difícil comprensión; pero lo cierto es que el cazador auténtico, enamorado hasta la médula del campo y sus criaturas, nota verdecer en su interior la alegría de los prados floreciendo bajo los primeros soles de primavera con la misma intensidad, dolorosa de puro real, con la que siente resecarse la tierra en la alta canícula, cuando las rastrojeras son yesca y se cuartea la arcilla de los últimos labajos. No son, sin embargo, estos paisajes para el cazador estáticos ambientes, naturalezas muertas objeto de simple contemplación estética, como lo serían para el pintor o el turista. Están, por el contrario, cargados de vida y dinamismo por causa de los seres que el cazador en ellos imaginariamente intuye y sitúa, y que son sin duda la causa del irresistible magnetismo que hacia diferentes escenarios, en función de la época del año, experimenta. Y así, en los prados vestidos de verdes nuevos, el hombre tocado por la pasión del monte no puede dejar de colocar la silueta esquiva de aquel corzo mil veces soñado, ni junto al barrizal del labajo, iluminado por la luna de agosto, la sombra de un navajero de alcurnia. Por el mismo reflejo mental, el olor a paja mojada de un rastrojo húmedo por el rocío de la mañana inevitablemente le traerá a las mientes el repentino y vibrante arrancar de una codorniz; y el crujir del hielo al quebrarse entre los carrizos, el zumbido fugaz de un bando de cercetas. En septiembre, sin embargo, cuando las noches empiezan a alargarse y se huele en el ambiente la humedad que traen las primeras nubes, los paisajes que al cazador se le remueven muy adentro, en el lugar donde se sedimentan las pasiones más profundas, son cuerdas y rañas que resuenan en un clamor de berrea, campos de girasol surcados, a la incierta luz del amanecer, por veloces y altos vuelos de tórtolas ya de paso –hoy ciento y mañana ninguna–, y recónditos ribazos y perdidos, no hollados por el ganado, donde quizás encontrarse con la sorpresa de una inesperada junta de africanas de ensainadas pechugas. Y es que septiembre es mes de mudanza. En el campo, como en la vida urbana, cumplido el verano, todo cambia de ritmo. Se vuelve hacia los cuarteles de invierno. A nadie que escudriñe su entorno natural con un mínimo de atención puede pasarle esto inadvertido. Los nidos de las conspicuas cigüeñas, que durante la primavera y el verano fueron un trajín de sonoros aletazos blanquinegros, están ya vacíos y silenciosos. Los estorninos invaden los viñedos maduros en escandalosos bandos mientras los de las golondrinas pasajeras componen caprichosas caligrafías en los cables eléctricos; y cualquier mañana un diminuto papamoscas, salido de no se sabe dónde, revoloteará espasmódicamente desde su posadero a la caza de los insectos que le dan nombre. Pero en septiembre el cazador, como el campo todo, solo quiere mirar al frente, al otoño que se intuye y se desea, pues septiembre es, como marzo, uno de esos meses que no son sino anuncio de otros más plenos que ellos. Fin de una estación –el invierno en el caso de marzo, el estío en el de septiembre–, no son ya completo invierno ni total estío, pero tampoco aún la primavera o el otoño que para esas fechas se presienten y en plenitud se ansían. Tienen, sin embargo, por ello el lánguido encanto de lo que acaba y la alegría prometedora de aquello que se inicia. Septiembre es, en suma, verano y otoño a la vez. «Sabed que muchas veces es mejor el camino que la posada», dice don Quijote a Sancho para mostrarle, bien en vano, la importancia de disfrutar de lo que aún está por llegar, y que tantas veces defrauda una vez llegado. Con este ánimo, con la fruición con la que uno se recrea en el prólogo de un buen libro, deben paladearse los treinta días de delicia, cada uno distinto del otro, que septiembre ofrece. Desde el todavía puro verano de sus inicios hasta el otoño entrado de San Miguel, con trajín de vendimia y humear de rastrojos, este mes pone en nuestra mano todo un rosario de jornadas que desgranar y saborear despaciosamente, con la esperanza viva de que este año, tan especial por la pandemia que ha cambiado nuestras vidas, el otoño y la temporada, como la posada de Sancho, no decepcionen.
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