domingo, 4 de octubre de 2020

Caza, naturalismo, fototrampeo y un premio literario

Siento que el cielo está cerca y la tierra muy lejos ya. No es algo nuevo; siempre que vengo a cazar aquí, a los altos de La Cabrera, sobre todo por las noches, tengo esa sensación de inconsciente alegría entre tonta e infantil. También, la de ser la primera criatura de dos patas no alada que se posa por aquí. He alcanzado un promontorio de piedras sobre el que se extiende un escueto pastizal amarillo a casi 2000 metros de altura, como es norma, uno de los poquitos sitios en miles de hectáreas de picos rocosos y enconadas laderas de brezo en los que se pueden encontrar unos metros limpios y llanos para dormir en horizontal. Al llegar, un bando de chovas piquigualdas me sobrevuelan y graznan alborotadas. Parecen increparme por el allanamiento de morada. Algunas cagadas y una pluma de perdiz roja, que no pardilla como podría esperarse a esta altura, marcan el lugar más adecuado para acomodarme. Hoy no he traído tienda de campaña ni saco de dormir, no van a hacerme falta. Hay que aprovechar el buen tiempo. En otras ocasiones, acampando en junio no muy lejos de este lugar, he encontrado carámbanos de hielo de más de un metro colgando de las peñas como dientes de lobo, pero hoy no es esa ni mucho menos la previsión. En las fotos de fototrampeo, una pareja de águilas reales se presenta el mismo día de colocar la cámara. Uno de los jabalíes que frecuentaron los restos. Y los lobos, que tampoco quisieron perderse el festín La subida desde Santalavilla, a 605 metros sobre el mar, es un jardín botánico vertical. Parece que todas las especies vegetales de la península se han ordenado para exponerlas a lo largo del trayecto: las propias mediterráneas como carrascas, jaras o alcornoques, abajo, y las alpinas arriba, hasta desaparecer todas salvo los pastizales de montaña en los collados de la cuerda, justo a los pies de las cumbres de piedra. En mi improvisado dormitorio dominan el brezo, el roble y la retama; y con ramas de estas últimas me he fabricado un somier bastante confortable. Las ramas de brezo se cortan mejor, pero por su menor densidad y rigidez no aguantan bien el peso de una persona durante toda la noche. Las de roble son más firmes pero retorcidas. Para mi gusto, no hay como contrapear unas escobas para fabricar el lecho adecuado. Sobre el encame que acabo de componer como un gorila, he estado dibujando un rato, alumbrado por una linterna que he colgado de la vara a modo de lámpara, y he comenzado a tomar estas notas en el cuaderno que suelo llevar. Ahora me dispongo a relajarme y mirar las estrellas. Hace poco, acampando con Borja Aleixandre en otro rincón de estas sierras, en el que la única huella humana era uno de esos montones de piedras apiladas por los romanos para limpiar el terreno a modo de majano, murias para los leoneses, y después de cenar sobre ellas una exquisita presa de vaca vieja con un buen vino que nos hizo más llevaderas las privaciones que impone este medio, me descubrió mi amigo los prodigios de las aplicaciones del móvil, que resultan más fascinantes aquí, lejos de la civilización. Una de ellas, al enfocar el cielo, te dice el nombre de cada constelación, estrella o planeta que se encuentre a la vista, toda una revelación para este desencaminado astrónomo que no gasta ni WhatsApp y que pensaba erróneamente que Júpiter era Venus. Tenía echado el ojo a esta praderita desde hace unos años, pero por lo apartado e inaccesible de su ubicación no había tenido la oportunidad de alcanzarla. La descubrí recechando un ciervo en berrea, que fue a morir en una cárcava a un par de kilómetros al oeste. Ese día también me acompañaba Borja y destazamos el animal allí mismo de cara a esta pequeña planicie que, como un púlpito, se alza en la sierra. Cargados con la carne, de vuelta ya al campamento, pronto fuimos conscientes de la imposibilidad de acarrearla en un solo viaje hasta allí y decidimos dejar parte colgada, como extraños frutos grandes y rojos, en un serbal a unos pocos cientos de metros de la carcasa, para recogerla al día siguiente. Por la mañana me acompañó Juan Delibes, que quería aprovechar los despojos para colocar una cámara trampa en un lugar que, menos seres humanos, podría retratar cualquier cosa. Y así fue. Unos días después, al revisar la tarjeta de memoria, el relato visual de la vida en este paraje se nos reveló en la pantalla del ordenador. El mismo día que pusimos la cámara, un par de águilas reales visitaron los restos del cadáver. En las primeras fotos, una de ellas encrespa las plumas de su cabeza y se encara con su reflejo en el objetivo de la cámara. Además de ‘carroñear’ los restos frescos de los ungulados, estas rapaces son eficaces predadoras de sus crías, sobre todo de los corcinos. Tras estas tomas, cientos de fotos ilustraban el día a día de este valle, que suele parecer desierto. Los más asiduos resultaron ser los jabalíes, por lo general grandes machos que tienen aquí la oportunidad de vivir muchos años y que nunca han despreciado incluir el ciervo en su menú. Y los lobos, que curiosamente en ocasiones evitaban comer la carroña, desconfiados quizás por intuir la presencia reciente de los macarenos o quizás nuestro rastro menos fresco y evidente. En otra ocasión, en Castrillo, un término vecino, tuve que volver a por la carne de otro ciervo que había matado el día anterior y sorprendí al lobo que huía de sus restos. Era sin duda una buena ocasión para gastar uno de los pocos precintos que tenemos haciendo una espera, pero no había evidencia de que estuvieran causando muchos daños y optamos por dejarle la carne que quedaba. Una pena no llevar una cámara en aquella ocasión. Cocina campera Como el lobo, aprecio sinceramente la carne de estos ciervos de corpachones rollizos incluso después de la berrea, a los que los pastos de montaña, los brotes tiernos del matorral y su agitada vida dan un delicioso sabor. Muchas veces asamos in situ unas rodajas del lomo del animal recién abatido o encebollamos su hígado con la ayuda de un camping gas y una sartén que solemos llevar con ese propósito. Son los platos estrella de nuestra cocina campera. Sujeta a una mínima infraestructura, esta gastronomía de batalla es otra de las excelencias de este tipo de cacerías. Cuaderno de campo con dibujos del águila real, chova piquigualda y un boceto de una de las ciervas rojas de la cueva cántabra de Covalanas Después de un par de días en este entorno, he sacado algunas conclusiones: las perspectivas de ciervo para la berrea no son malas. He visto bastantes ciervas, incluso algún macho prometedor, a pesar de que aún no se exponen como en septiembre. Los jabalíes, todavía más prudentes y nocturnos, no se han dejado ver, aunque hay algo de muestra y uno me brindó un hosco bufido mientras terminaba de aviar mi encame la primera noche. Pero corzos he visto muy pocos, como empieza a ser la regla, un par de hembras y un solo macho, lo que no anima a matar ninguno, para darles la oportunidad de recuperarse de los estragos que está haciendo en sus efectivos, los últimos años, la mosca parásita Cephenemyia stimulator, que parece seguir muy activa. Marcelino, que apacienta sus cabras abajo en el valle, me comenta que sus perros le han llevado varios cráneos, casi siempre de machos, muertos seguro que directa o indirectamente a causa de las larvas de la mosca. Posiblemente la escasez de corzos haya provocado que los lobos, más volubles e imprevisibles, no anden tampoco en este tiempo por la zona; no he visto ningún rastro fresco ni les he oído aullar. Las cámaras trampa que suele colocar Juan en distintos puntos del monte son una eficaz herramienta para tomar el pulso al campo y evidencian esta tendencia. Este ha sido un viaje de prospección. Los últimos que he hecho este año han sido como acompañante de algún amigo, lo cierto es que disfruto lo mismo que cazando yo. Parece que no queda otra que adaptarse a la coyuntura. Uno de los principales objetivos de la caza es el aprovechamiento de un recurso natural y renovable. Llegamos hace ya más de treinta años a estos montes atraídos por los corzos. Aquí hemos vivido su expansión en un tiempo en el que no había llegado el ciervo y escaseaba el jabalí. Hoy las tornas han cambiado y, mientras abundan estos últimos, el corzo está bajo mínimos. Para cazar de forma sostenible no hay más secreto que acomodarse con criterio a las circunstancias, y si hay poca caza siempre queda disfrutar de otros aspectos de la naturaleza. La montaña siempre nos reserva algo valioso. La segunda noche me desperté y me senté al borde del cortado. La luna iluminaba el monte y pude contemplar con detalle el fenómeno, casi fantasmal, que ante mí se estaba manifestando. Las nubes, como un mar de leche calmo y perfectamente plano, llenaban todo el valle hasta pocos metros más abajo de mi posición. Al fondo, como islas, las cumbres de estos montes leoneses se recortaban sobre el cielo constelado en el que una estrella, ya no sé si Venus o Júpiter, lucía con especial fuerza. Solo se echaba de menos un velero que surcara esa lechosa luminiscencia. Sentí la tentación de bajar y meter los pies en la compacta bruma para ver si al sumergirlos desaparecían. Entonces, lentamente, igual que una foto en la cubeta de revelado, la difusa silueta de una cierva se fue concretando justo al borde de la orilla. Culona, cuellilarga y paticorta, me recordó a las ciervas rojas de la cueva cántabra de Covalanas, maravillosas representaciones de otros fugaces encuentros similares que alguien, al igual que hoy conseguimos mediante la fotografía, quiso hacer eternos hace milenios. La cierva permaneció un instante parada, parecía desconcertada y reticente a bucear en el líquido-gaseoso elemento. Por sus cortas patitas, que apenas alcanzaban el suelo, más bien daba la impresión de levitar por encima de las nubes. Consecuencia, seguro, de vivir tan cerca del cielo.

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