Estos toldos ateos, mojados por una lluvia insistente, me trajeron el recuerdo de los del Corpus, también mojados por otro tipo de agua: la de mi infancia en Toledo. Como si el puente de Brooklyn fuera una custodia de piedra, hierro y madera, el sol guardaba en el ostensorio de la lluvia el cuerpo místico de la niebla. Por los arcos falsamente góticos la luz doblaba su cerviz, dócil como una virgen, y el aire de otoño olía a incienso. A lo lejos, junto a la estatua de la Libertad, brotó del agua un pez radiante que nadaba, herido por el anzuelo de la tarde, como una mancha de plata. Volví a Toledo por un instante mientras el ruido del río me traía versos de Garcilaso. Y la noche empezó a oxidar el frágil viril del sol. (Del libro 'Adiós Toledo', de Hilario Barrero)
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