martes, 17 de mayo de 2022

La Casa-Museo de Lope de Vega: una ventana por la que asomarse al Siglo de Oro

Hubo un tiempo, cuatro siglos atrás, en los que en un mismo barrio convivían y coincidían los mayores escritores del momento y de la historia: Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, Tirso de Molina o Lope de Vega eran vecinos de Huertas. De este último aún se conserva la casa en que vivió y escribió algunas de sus mejores obras. Un inmueble convertido hoy en museo que reconstruye los espacios que habitó el fénix de los ingenios y cuya visita abre una ventana que permite asomarse al Siglo de Oro. La visita a la Casa-Museo de Lope de Vega -gratuita, aunque es imprescindible la reserva previa- recorre las tres plantas en que se distribuye el inmueble, que milagrosamente ha llegado hasta la fecha, tras muchos cambios de dueño: el último, la Real Academia de la Lengua, que mediante un convenio traspasó su gestión a la Comunidad de Madrid. La Consejería de Cultura, que dirige Marta Rivera de la Cruz, se ocupa ahora de la Casa-Museo. Lope vivió en esta finca, ahora en la calle Cervantes -antes conocida como calle de los Francos, por los comerciantes galos que allí se asentaban- desde 1610 hasta su muerte, en 1635. Vivió con la segunda de sus esposas, Juana de Guardo, y los hijos de ambos, Carlos y Feliciana. Tras morir su mujer en el parto de esta última, también llevó allí a sus otros hijos, Marcela y Lopito, fruto de su relación extramatrimonial con la actriz Micaela de Luján. Y por último, llegó a la casa su último amor, la jovencísima Marta de Nevares, que murió allí varios años antes que el propio escritor. Cinturón de amuletos, en la cuna de la habitación de los hijos de Lope de VegaGUILLERMO NAVARROAunque el continente es el mismo que Lope recorrió, ha sido reformado y 'vestido' para su musealización, con piezas que, en algún caso, pudieran haber sido las originales, pero en general se corresponden con la época en que vivió, los gustos de entonces, lo que describe la documentación existente y lo que marcaba su condición de famoso con cierta posición: un hombre de éxito. La capilla -con una talla de San Isidro, en cuya canonización estuvo presente Lope- puede verse desde la habitación del escritor: a través de una ventana practicada en la pared, éste podía rezar desde su propia cama, como ocurría en los monasterios de El Escorial o Yuste. Lope llega a su casa de Madrid en una etapa de sosiego, pasados los 40 años y con intención de sentar la cabeza, tras una vida muy agitada, en lo social y en lo sentimental. Pero a los pocos años de llegar, pierde a su mujer Juana en el parto de su hija Feliciana, y a su pequeño Carlos. Un doble drama que le hace replantearse su trayectoria vital, y le lleva a ordenarse sacerdote. Su primera misa la dio en la Parroquia de San José, y dicen que se llenó de mujeres que no se creían su nueva vocación. En la sala de escribir y recibir, con ventanales a la calle Francos, Lope sentado a su mesa redactó obras cumbre como «fuenteovejuna» o «El caballero de Olmedo». Allí pueden verse ahora un depósito de libros cedidos por la Biblioteca Nacional -que reflejan al Lope culto, letrado y relacionado con humanistas de la época-. Y un cuadro de su sobrino Luis Rosicler, donde se ven a dos niños que bien pudieron ser sus hijos Carlos y Lopito. Jardín de la Casa Museo de Lope de Vega, con su pozo - GUILLERMO NAVARRO Junto a este cuarto, se encuentra la zona dedicada a las mujeres, que con sus cojines sobre el suelo, tiene cierta inspiración oriental. Y algo más adelante, la austera alcoba del genio, en cuya cama falleció y desde donde fue llevado para su entierro a la iglesia de San Sebastián, la más cercana, que eligió él mismo «por dar menor fastidio a los que mi cuerpo llevaren». No lo consiguió, ni tampoco tener «el entierro de un pobre sacerdote», como pretendía: era Lope tan famoso, que las calles se llenaron para ver pasar a su cortejo. Que además se desvió para pasar por el convento de Las Trinitarias, donde estaba consagrada su hija Marcela. En la vivienda se ha recreado una sala de comer con sus velones de aceite -las velas eran muy caras-, para los que el propio Lope pedía en sus cartas al duque de Sessa, su protector, «aceite andaluz; si no me lo envía, cenaré sin luz». Se sabe por su correspondencia que a Lope de Vega le gustaban los torreznos, y que en ocasiones, comía huevos de sus gallinas con espárragos. Los dormitorios de la familia sorprenden por lo diferentes que son: el de las niñas, Feliciana -la heredera de la casa, puesto que fue la última legítima que le quedó- y Antonia Clara, la última en nacer, de su relación con su gran amor Marta de Nevares. Dos camas, una silla costurero, y un bargueño pequeño en uno de cuyos cajones se encuentra, escondido en la parte trasera, un mínimo cajón secreto. Antonia Clara tuvo una historia triste: con 17 años, se escapó con un galán, que luego no respondió a sus promesas y no quiso casarse con ella. Antonia tuvo que volver, deshonrada, con su hermana, que la acogió en la casa. Al convento Aunque no era costumbre, Lope enseñó a leer a todas sus hijas. Aunque la única que le acompañó en la escritura fuera Marcela; su decisión, a los 15 años, de irse al convento le entristeció y le hizo perder, de paso, a su principal ayudante. En el piso superior se encuentra un espacio singular: la habitación de huéspedes, donde por obligación legal -la regalía de aposentos- tenían los propietarios que albergar a soldados o funcionarios que pasaran por la corte. Allí vivió, durante nueve meses, el capitán Contreras, y su espada y su capa aún se conservan, apoyadas sobre la cama, como recuerdo del caballero, soldado de los tercios y medio corsario, que terminó haciéndose amigo de Lope, y es la base del personaje de Alatriste, explican en la Casa-Museo. El pequeño tamaño de la cama llama la atención; la razón viene dada por las costumbres de los tiempos: no se dormía estirado, porque eso podía «subir la sangre a la cabeza» y además recordaba la muerte; se dormía semi recostados. En la pequeña habitación de servicio, se recuerda a la cocinera, Lorenza Sánchez, a la que Lope nombró en su testamento, donándole 200 reales. Que luego le retiró, por ayudar a escaparse a su hija menor. La habitación de los hijos varones muestra una cuna en la que aún se conserva un cinturón de amuletos: reúne garras de tejón, castañas aplastadas, coral y otras sustancias que se consideraban protectoras de los males, y que colgaban de unas cadenas engarzadas al cinturón. Destacable intento de cuidar a los pequeños, en un periodo en que la mortalidad infantil era salvaje: Lope perdió a lo largo de su vida a 10 hijos en edad infantil, y dos esposas fallecieron en el parto. En la planta de calle, la trasera de la casa esconde un tesoro: el pequeño jardín que es un remanso de paz. En su interior, entre especies vegetales mencionadas por Lope o propias de su época, y un naranjo que recuerda su etapa valenciana, es fácil perderse en cavilaciones sobre la vida de este y otros genios en aquel Siglo de Oro de miseria y esplendor.

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