
En abril de 1895, aprovechando una parada en Madrid mientras viajaba con su familia de La Coruña a Málaga, un jovencísimo Pablo Picasso se estrenó en el Museo del Prado y se plantó por primera vez frente a uno de sus héroes. Al otro lado, Velázquez le devolvía la mirada a través de algunos de sus lienzos más célebres, entre ellos «Las Meninas». «Me quedó fijado en las retinas de una manera obsesionante. Creo que ya tomé, aunque fuera en el subconsciente, la decisión de realizar mi versión de la obra», relató Picasso sobre aquel primer encuentro con el maestro sevillano. A pesar de lo dicho, el malagueño se tomó su tiempo y no culminó sus propias Meninas hasta 1957, pero de aquella primera visita salió Picasso con la cabeza repleta de ideas y también con una prometedora copia al carboncillo de «El bufón Calabacillas». Un dibujo apresurado, unos pocos trazos para capturar la esencia del personaje, que Picasso realizó en un pequeño cuaderno de bocetos y que puede verse ahora, junto al original de Velázquez recién llegado del Prado, en una exposición que el Museo Picasso de Barcelona dedica a los cuadernos que el propio artista legó al centro. «Un cuaderno es un laboratorio, un lugar de búsqueda que nos cuenta no sólo la génesis de la creación, sino también la vida cotidiana», celebra el director del museo, Emmanuel Guigon, para introducir una exposición que quiere ser también recuerdo y homenaje a la gran donación de 1970 que sentó las bases del actual museo. En ella, Picasso cedió a Barcelona 236 pinturas, 1.149 dibujos, 47 obras de otros artistas y los 17 cuadernos que, sumados a los otros dos que adquirió la pinacoteca, sientan las bases de esta viaje a la intimidad creativa del artista. «Es aquí donde Picasso encuentra el pulso con la vida; donde plantea problemas y halla soluciones», destaca la comisaria de la exposición, Malén Gual. Es aquí también, en esta suerte de laboratorios portátiles repletos de tintas, acuarelas y anotaciones, donde el malagueño va depurando su genio y regalando un rastro de migajas que, de La Coruña a Canes pasando por París, Barcelona, Horta de Sant Joan, Málaga y Madrid, componen una suerte de mapamundi creativo y emocional de sus primeros años como artista. De hecho, salvo el último cuaderno, fechado en 1957 y dedicado a la «Tauromaquia» de Pepe Hillo, el resto corresponden al periodo que va de 1894 a 1906, años de formación y descubrimiento. Eso es precisamente lo que explica una «constelación temática» que, lejos aún del cubismo, se centra en el retrato, los paisajes y los estudios académicos. También en las copias de otras artistas como Velázquez, con quien reincidió para calcar su Felipe IV en su segunda visita al Prado, o Goya, de quien copió unos cuantos caprichos y tauromaquias. Ahí están, por ejemplo, el original y la copia de «Bien tirada está», capricho goyesco que, como el resto de la exposición, busca el diálogo constante entre los bocetos del cuaderno y las obras que saltaron finalmente al caballete o a la mesa de dibujo. «Picasso era muy celosos de sus cuadernos y en vida no los acostumbraba a dejar», apunta Gual sobre esta pequeña representación de álbumes picassianos -se calcula que en total realizó más de 175- que, sin embargo, contienen más de 1.300 dibujos. Una cantidad abrumadora a la que se accede a través de tabletas digitales situadas al lado de cada cuaderno expuesto y que permiten acceder a todo el contenido del mismo. Lienzos originales de Picasso como «La primera comunión» o «El viejo pescador» y préstamos escogidos como la Virgen de Gósol del MNAC, caprichos del Museo Goya o los dos cuadros de Velázquez del Prado completan una exposición que da buena cuenta del paso de Picasso por la Llotja de Barcelona a través de incontables estudios y bocetos de manos y acompaña al artista en su primer viaje a París en 1900 o la Barcelona modernista de finales del XIX, donde entra en contacto con Casas, Rusiñol, Mir o Anglada Camarasa. Con los años llegará la revolución de las vanguardias y la fama internacional, pero aquí, atrapado en en estos cuadernos de juventud, encontramos las líneas maestras del método de trabajo de Picasso. A saber: rigor sistemático, variedad de géneros, multiplicidad de técnicas, desorden aparente... «En definitiva, la disciplina y el trabajo duro y constante, salpicados de esa genialidad que lo hizo único», concluye Gual.
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