lunes, 26 de octubre de 2020

El último guardián de las gaseosas

Cuenta el anecdotario español que Eugenio D'Ors dio vida a la famosa cita «los experimentos, con gaseosa» después de que un camarero derramara accidentalmente sobre su chaqueta una botella de champagne. A Rafael Sánchez Barros nunca debió parecerle justo ese irónico «menosprecio» a la bebida carbonatada más común en las mesas de España –al menos hasta hace unas décadas–. Este carpintero jubilado, nacido en Calera y Chozas (Toledo) hace 68 años, siempre la disfrutó y aún hoy la toma –«sin azúcar, por ser diabético», asegura–. Pero, más allá de la efervescente sensación del ácido carbónico al pasar por la garganta, lo que le sedujo siempre es el «arte» que concentraban sus presentaciones: botellas de cristal, serigrafiadas con llamativos diseños y su clásico tapón mecánico de cerámica que hoy hacen las delicias del snobismo vintage en las casas de revista. «En casi todos los pueblos hubo una fábrica de gaseosas después de que se popularizara su consumo a principios del siglo XX. Primero se vendía en las farmacias en unas ampollas para elaborarla de forma casera, luego en polvo en unos sobres que aún hoy se utilizan para hacer magdalenas», explica tras haber dedicado mucho tiempo a conocer su historia. «Cuando te gusta coleccionar algo tienes que aprender todo lo que puedas sobre ello», defiende. A Rafael le fascinó tanto que, desde 2008 empezó a comprar grandes lotes de botellas de gaseosa y sifones. Tanto es así que llegó a atesorar 60.000 botellas en una nave del madrileño pueblo de Fuente el Saz del Jarama. «Mi colección personal estaba formada por 6.000 botellas diferentes que tenía colocadas en vitrinas», explica a ABC mientras desgrana las curiosidades que ha tratado de reflejar en una pequeña exposición de la que es comisario y que se puede visitar hasta el próximo sábado en el centro comercial Moda Shopping. «La mayoría de las botellas ya no son mías, yo solo las atesoré en su momento», explica sin querer confesar cuánto dinero llegó a invertir en esta curiosa afición por la gaseosa. «La inversión es la satisfacción de haber conseguido botellas realmente singulares o piezas casi únicas que a punto han estado de desaparecer. Una vez tuve que viajar hasta Galicia para encontrar una botella de una de las dos fábricas que había en mi pueblo: Barquero y La Gloria», explica . La botella de gaseosa «viajó mucho». «Se convirtió en el recipiente reutilizable en el que guardar y transportar vino, leche o aceite a familiares de otras provincias. Los trenes iban llenos siempre de botellas rellenas de cosas y se quedaban allí donde fueran. Por eso, aunque las marcas eran locales –sobre todo hasta la llegada de grandes compañías como La Casera o La Revoltosa– era fácil encontrarlas desperdigadas por todo el país», explica. La gaseosa se convirtió en un caso digno de estudio para lo que hoy definen como «packaging» en el mundo de marketing. «Un empresario de Sevilla sacó una botella a la que llamó "Bética" con los colores del Real Betis Balompié. Poco tiempo después se dio cuenta de que sus ventas bajaban y no tuvo más remedio que sacar la "Sevillista" con los colores del eterno rival», explica sobre la importancia de las etiquetas como herramienta de fidelización y de venta. «Era un producto que no faltaba en las casas y había mucha competencia», añade. La etiqueta y la singularidad de la botella era la mejor manera de diferenciarse del resto. «La receta, por norma, tenía que ser la misma bajo registro sanitario», comenta. Como le ocurre a los niños con los cromos, Rafael ha dedicado muchas horas de su vida a encontrar las más codiciadas. A su edad aún se emociona al hablar de su afición. «Algunas es porque apenas quedan y quieres tener una. Otra porque la serigrafía es realmente bonita», comenta. Entre lo más preciado está un estuche de madera forrado con aislante en el que se podían transportar seis botellas de gaseosa. «Son alemanas, de la Segunda Guerra Mundial. Los nazis las transportaban así en el frente para que no se congelaran. Era lo que bebían los mandos. El agua, que había que hervir para poder beberla, se la dejaban a los soldados en las trincheras», relata. «En España también se encontraron muchas botellas de gaseosa en las de la Guerra Civil. Aquí eran de boliche. Tenían una bola de cristal que hacía de tapón por la presión interior y que había que empujar con el meñique para poder beberlas. Era poco higiénico, eso sí», dice entre risas. Por el inevitable paso del tiempo y la imposibilidad de mantener su vasta colección cada vez se desprende de más de ellas. «Mi casa es tan pequeña que si entra una botella o un sifón, salgo yo por la ventana», bromea. Solo son objetos, es cierto, pero objetos que para Rafael además de bellos son grandes contenedores de historias. «La historia de la vida, de la cotidianeidad. Solo en Madrid hubo más de 40 marcas de gaseosa», dice recolocando algunas en las vitrinas para que se vean mejor. Aunque hay pocos coleccionistas, quienes comparten su afición le conocen bien. «Sobre todo desde la gran exposición que hice en 2010 en Puerta de Toledo, me llaman muchas veces preguntando por alguna en concreto sobre sus pueblos. Si la tengo y sé que va a caer en buenas manos, se la doy. Eso sí tienen que venir a por ella», dice. «Un señor vino desde Zaragoza para tener una botella de la marca La Pilarica, con la serigrafía de la virgen, que es muy bonita. Hay muchas con imágenes de patronas y santos. Son las que más me gustan», confiesa. «Masso y Verges», «La Gran Vía», «Miret», «El Águila», «Unión Coruñesa», «La Gremial», «La Concepción», «La Pitusa», «La Prosperidad» y, así, hasta un millar de botellas diferentes que trazan un viaje por la historia de la publicidad del siglo XX. Todo ello junto a cajas de madera antiguas, carteles para tiendas, banderines para bares o recortes de prensa en los que se anunciaban las promociones y concursos. «Algunas marcas regalaban una botella si llevabas a la tienda los capirotes de papel que ponían en el tapón otras llegaron a sortear hasta un millón de pesetas de la época», cuenta. Aunque en internet aún se encuentran algunas «a un precio desorbitado que no valen», a Rafael lo único que le importa es que no terminen hechas añicos y recicladas como vidrio. «Quien se las quede tiene que tener la ilusión por conservar su historia». Esa ilusión de los niños que aún burbujea en su mirada.

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