El jueves se escenificó, en pequeño, lo que podría ser un modelo parlamentario alternativo al ahora vigente. PSOE, PP, Podemos y Ciudadanos, además del PNV y distintos flecos regionalistas, apoyaron juntos el decreto de nueva normalidad; Vox, ERC, Bildu y Junts votaron contra el Gobierno. Se logró que el PP se sumara a la mayoría tras una conversación entre Illa y Ana Pastor, de resultas de la cual el decreto adoptó la forma de un proyecto de ley. Cuando este se tramite en el Congreso, el PP podrá proponer enmiendas, evitando así la acusación de que se adhiere pasivamente a los ucases gubernamentales. Los analistas están confundidos: desconocen si este episodio anuncia una ruptura del bloque que elevó a Sánchez a la presidencia, o se trata solo de un epifenómeno, un cabrilleo de luz sobre las aguas agitadas de la política española. En mi opinión, los analistas aciertan al sentirse confundidos: nadie sabe nada de nada, incluido, me temo, el propio Sánchez. Pero se pueden hacer algunas reflexiones provisionales. La primera, es que Ciudadanos ha obtenido un triunfo moral. Los naranjas buscan desactivar a ERC por el procedimiento de substituirla, poniendo a partir de aquí las bases de un acercamiento del PSOE al centro. Un hecho substantivo avala esta estrategia. Hasta ahora, los apoyos que Sánchez ha necesitado para mantenerse en La Moncloa han coincidido, exactamente, con los que menos útiles le eran en sus labores de gobierno. Esta contradicción irá en aumento conforme vayan precisándose las ayudas económicas que se esperan de Bruselas. Persiste, no obstante, un problema y también una incógnita: Podemos. En su columna de ayer, Manuel Marín señalaba que Podemos no ha conseguido, de momento, autorizar su presencia en el gobierno de coalición con una sola medida importante. Es verdad. Hay que añadir que ello no le ha impedido enrarecer hasta lo insufrible el aire que respiramos. Quizá se comprenda mejor la situación tras un repaso rápido a la voz «ideología», o mejor, a su componente inicial «ideo». «Idea», en griego, vale por «apariencia». Cuando comunicamos nuestro pensamiento, además de enunciar tales o cuales creencias, imprimimos en estas una forma que atrapa la imaginación del que nos escucha. Lo último puede ser importante, es más, decisivo. Piensen en Trump, universalmente vituperado por la opinión española, máxime en su vertiente progresista. De cien impugnadores de Trump, noventa y nueve, y me quedo corto, no podrían concretar su encono citando una sola ley, una sola medida, imputable objetivamente al presidente americano. Lo que les llega, es la música. Trump es ofensivo. Sus desplantes, sus tuits, su estética, son ofensivos. Yo añadiría que comprensiblemente ofensivos. Y lo mismo pasa con Iglesias, amén de otras muchas cosas que no pertenecen al orden estético: su enemiga a la Constitución, su proximidad a ETA, su vinculación a Maduro, producen alarma y transmiten la sensación de que el Gobierno podría hacer, literalmente, cualquier cosa. Un Gobierno que aloja a alguien como Iglesias es percibido como radical e indigno de confianza, con independencia de cómo se desenvuelva en el terreno de los hechos. Sánchez lo sabía, pese a lo cual decidió aceptar los costes correspondientes. La gran pregunta, es hasta dónde llegará Iglesias. La parroquia, de nuevo, se encuentra dividida. Unos estiman que el hombre que se ha agenciado el casoplón de Galapagar, tragará sapos y culebras mientras mantenga la esperanza de añadir otros casoplones a ese casoplón. Otros creen que volverá a la calle cuando toque respaldar las medidas necesariamente impopulares que la crisis impone. Probablemente Sánchez, tan dividido, en su fuero interno, como lo está la parroquia en el externo, esté dedicándose, sobre todo, a ganar tiempo. Llegada la hora de la verdad, y si la moneda cae enseñando la cruz, Sánchez tendrá que decidirse. Y se comprobará entonces lo que ha dado de sí la estrategia de Ciudadanos.
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