Del alumbramiento del Black Power en 1968 a la constitución de la silueta de Colin Kaepernick con la rodilla hincada en el suelo como icono de protesta, el deporte perdura como altavoz social y político. Cambian los tiempos y queda el racismo, enquistado ese odio en pocas sociedades como en la estadounidense. Suena a tópico, pero los hechos desnudan una realidad espinosa cada vez que el odio tiene ocasión de aflorar. La del pasado 25 de mayo, cuando el policía Derek Chauvin se arrodilló sobre el cuello del afroamericano George Floyd hasta causarle la muerte tras ocho minutos y 46 segundos de agonía explícita, es la última espita que ha logrado, por primera vez en dos meses y medio, apear al coronavirus de las portadas en Estados Unidos. En todo ese barro luce con fuerza la NBA, una competición que hace tiempo que trascendió las barreras de lo deportivo para asentarse como plataforma de activismo. Y procede, pues de pocos escenarios más potentes dispone la sociedad norteamericana para elevar la voz hasta la consideración de asunto nacional, con las estrellas del baloncesto como referentes ambivalentes, tan celebrados cuando se trata de convertir partidos de tres horas en un show como cuando toca sacar la cabeza por las causas más necesitadas. «América no nos quiere» La del racismo lo está como pocas, en la medida en que resulta incluso absurdo que jugadores elevados a consideraciones divinas deban intermediar para aclarar que sus derechos son los mismos que los de quienes les aplauden. No hay más que ver cómo LeBron James, un prodigio de calado histórico en el deporte universal, lleva tiempo actuando como uno de los referentes morales del pueblo que lo idolatra. «¿Por qué America no nos quiere?», tuiteó el jugador de los Lakers, que también citó al rapero Nas: «Temen lo que no entienden/Odian lo que no pueden conquistar/Supongo que es solo la teoría del hombre/Convertirse en un monstruo». El ejemplo de James es solo el más mediático de entre los actuales protagonistas de la NBA. El pasado domingo, Jaylen Brown fue noticia después de conducir durante 15 horas para asistir a las manifestaciones en Atlanta. «Ser una celebridad, un jugador de la NBA, no me excluye de ningún debate. Primero y ante todo soy un hombre negro y soy miembro de esta comunidad», clamó el escolta de los Celtics. Karl-Anthony Towns, All Star perteneciente a los Timberwolves que perdió a su madre por el coronavirus en abril, estuvo también este fin de semana encabezando las marchas que han sacudido al país. A su lado, en Minnesota, estaba también Stephen Jackson, retirado en 2014, amigo de Floyd y uno de los más implicados en las marchas pacíficas tras el fatídico suceso. El movimiento está siendo tal que la propia NBA, con el comisionado Adam Silver a la cabeza, emitió un comunicado en el que se moja sin miramiento alguno. Y no es baladí, pues se trata de posicionarse en contra de las consignas defendidas por el presidente del país, Donald Trump, quien ya en su día vetó las protestas de los jugadores negros en la NFL y ahora tacha las informaciones sobre las revueltas de una estrategia para «fomentar el odio y la anarquía». «Hay heridas en nuestro país que nunca se han curado», puede leerse en el escrito. Esta misma semana Steve Kerr, entrenador de los Warriors, dijo que «los racistas no deberían ser presidentes». Incluso Michael Jordan, sobre quien pesa la condena que se les impone a los tibios cuando se les sabe referentes después de la famosa frase con la que rehusó posicionarse en unas elecciones («Los republicanos también compran zapatillas»), publicó ayer una carta llamando al cambio: «Estoy triste, profundamente dolido y furioso. Veo y siento el dolor y la frustración de todos y me posiciono con los que se han levantado contra el racismo y la violencia, contra la gente de color arraigada en este país. Ya hemos tenido suficiente».
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