
Hay dos mecanismos democráticos para derribar a un Gobierno sin mediación de las urnas: presentar una moción de censura y ganarla o conseguir que el presidente pierda una cuestión de confianza. Sánchez, durante el debate del pasado miércoles, no solicitó formalmente la confianza de la Cámara pero tuvo la oportunidad de comprobar que no confiaba en él ningún grupo parlamentario, excepción hecha la del suyo propio, que está obligado a hacerlo –o al menos a fingir que lo hace– por imperativo categórico. En un momento dado prometió con voz engolada que «nunca jamás» permitiría la celebración de un referéndum de autodeterminación en Cataluña y acto seguido, uno a uno, fueron levantándose todos los portavoces, tanto amigos como enemigos, para decir que no se lo creían ni hartos de vino. Los que se sientan en la bancada de la derecha le llamaron mentiroso, que después de ladrón es el insulto más denigrante que cabe dirigir a un representante público, y los que le sostienen en La Moncloa se pitorrearon de él recordándole las veces que le han obligado a comerse sus promesas. Para los primeros es un felón embustero y para los segundos, un rehén de su causa. El único que tiene buena opinión de Sánchez es Sánchez. Si se diera un garbeo por el callejón del gato, todos los espejos, cóncavos y convexos, le devolverían la imagen de un hombre apolíneo, sin tacha, con encarnadura sometida al criterio de la divina proporción. Por cualquiera de esas dos razones –desconfianza parlamentaria y patología narcisista–, en las democracias más higiénicas se activarían los mecanismos necesarios para proceder al relevo presidencial. Pero España es diferente. Que los políticos sean mentirosos patológicos o yonquis del poder no parece producir una inquietud social alarmante. Bajo el amparo de esa circunstancia, Sánchez aspira a merecer el indulto de los electores defraudados cuando mejoren las condiciones económicas y podamos mirar las dos crisis, también la sanitaria, por el espejo retrovisor. No contempla la posibilidad de que los españoles guardemos memoria de su revisión de la idea de España. Sobre todo, si nadie nos lo recuerda. Por eso tiene tanto interés en acallar los toques de campana que tienen la encomienda constitucional de avisar de las amenazas que se ciernen sobre nuestras cabezas. Le tapó la boca al Tribunal Supremo, contrario a la concesión de los indultos, y disfrazó de medida de gracia una amnistía encubierta que está prohibida por la ley. Ya veremos si ha lugar a que la sala de lo Contencioso pueda pronunciarse algún día sobre la falta de pulcritud de la medida. De momento, el Gobierno trabaja en silencio, maniatando a la Fiscalía y amordazando a la abogacía del Estado, para que ese pronunciamiento nunca se produzca. También trata de evitar que el Tribunal de Cuentas perpetre la sana intención de recuperar el dinero que malversaron los caudillos del ‘procés’ durante los preparativos del referéndum ilegal de octubre de 2017. Nunca antes habíamos visto a un presidente del Gobierno deslegitimando a los miembros del órgano fiscalizador por sus antecedentes políticos. ¿Cabe en alguna cabeza sensata que el jefe del Ejecutivo pueda poner en tela de juicio la imparcialidad de uno de los contrafuertes del edificio del Estado? La nota que emitió el jueves el propio Tribunal de Cuentas da idea de la magnitud del dislate. Ahora, el siguiente paso consiste en acelerar las reformas legales oportunas para que el Tribunal Constitucional no pueda mandar al corral, de forma preventiva, las modificaciones estatutarias que eventualmente puedan pactar, en la mesa de diálogo, los negociadores del Gobierno con los independentistas catalanes. Si hay referéndum sobre esos acuerdos antes de que el TC pueda pronunciarse sobre su contenido, Sánchez habrá cumplido su objetivo y llegará a las elecciones con la aparente concordia que dice perseguir debajo del brazo. El incendio que pueda provocar después una sentencia adversa del Alto Tribunal o le pilla con el mandato renovado o se lo come con patatas su sucesor. Sabiendo que ese es el plan del presidente del Gobierno, ¿a qué vienen las dudas de Pablo Casado sobre la oportunidad de presentar una moción de censura? Pincho de tortilla a que, si no es él, nadie más tocará la campana.
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