
Aquella noche tormentosa, Shinzo Abe, entonces primer ministro de Japón, brotó inesperadamente de una tubería verde, vestido de Super Mario. Se quitó el disfraz de un manotazo, saludó con la gorrilla al público y alzó al cielo una bola roja, como si fuese el punto central de la bandera japonesa. Llovía sobre Maracaná con una furia alegre y tropical. El monumental estadio brasileño se convirtió de pronto en un mural de luces y relámpagos. Los Juegos de Río habían terminado. Tokio 2020 cogía el testigo. Siete años antes, los japoneses habían derrotado a las otras dos candidatas: Estambul y Madrid. Se proponían lucir ante el mundo su imagen de país avanzado, digital, rico, cartesiano y fiable; un país de videojuego....
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