
La Juventus condecoró con un triunfo solvente la noche que Cristiano Ronaldo lloró como un chiquillo. El conjunto italiano alegró el llanto de su estrella, expulsado por un error humano de evaluación y depauperado en su respuesta lacrimógena exagerada. Fue tan superior la Juventus al Valencia contra diez que expuso una realidad vital: nadie es imprescindible. Dos penaltis materializados por Pjanic tumbaron a los españoles. Las gentes del fútbol que alimentan su tradición perpetua no aceptan el VAR porque sepulta el ritmo secular: polémica, cerveza en el bar y discusión para toda la semana. Por no esperar unos cuantos segundos se producen fiascos como el de ayer en Mestalla. Mientras las redes sociales escupían todo tipo de improperios respecto a la permisividad de Cristiano para agredir a rivales en un campo de fútbol, algunas imágenes mostraban otra realidad: el portugués no embiste a Murillo. Tampoco se aprecia un golpe o acometida certera. Se ve un brazo al aire y un jugador que se desvanece por un vahído. Y luego, al luso desencajado que tira levemente del pelo al colombiano. Tan liviana es la acción que, como mucho, se podría catalogar como desconsideración y tarjeta amarilla. En la Champions no hay VAR, sino primera impresión del árbitro y en este caso, del juez de gol. Apreciación subjetiva que, con una imagen y unos segundos de observación, hubieran privado de la secuencia que entretuvo al personal. Cristiano, llorando como un mozalbete castigado sin fiesta el fin de semana. Lágrimas de desazón de un futbolista que vive colgado del estrés y una ambición superlativa que lo transporta a la ansiedad. El Cristiano del «solo robar», desplomado por una decisión equivocada de otro ser humano. Excesivo en su liturgia, como siempre, el segundo mejor jugador del mundo. La primera expulsión del portugués en su torneo fetiche –la Champions que ha ganado cinco veces–, la undécima de su vida, la que recordará como más angustiosa puesto que todo parecía indicar que esa tarjeta roja condenaba a la Juventus a una noche de galeras en Mestalla. Cristiano lloró y, como ni él ni nadie es tan importante, la Juventus se agrupó en torno a una idea, no a un futbolista. Todo lo que había fallado el conjunto italiano en 28 minutos, lo arregló en menos tiempo. Sin Cristiano, sin la servidumbre hacia un jugador excelso que exige demasiada atención hacia su ombligo. Parejo se excedió en tareas defensivas y derribó a Bernardeschi. Pjanic, impecable, transformó el penalti tan bien como podía hacerlo Cristiano o mejor. La Juventus había aterrizado con un plan en Valencia y lo ejecutó con precisión de cirujano, muy por encima de las lágrimas agobiantes de su estrella. Había jugado mucho mejor, había llegado muchas más veces al área rival y, por encima todo, había mostrado empaque y jerarquía. Al Valencia lo mareó con las entradas por la banda, buenísimos centros laterales que causaron un cortocircuito en la defensa española. Murillo la pifió por segunda vez en un placaje a Chiellini y Pjanic volvió marcar en un soberbio penalti. El Valencia interpretó un papel rutinario, ligeros empellones contra un adversario superior (Parejo falló un penalti), que gobernó los tiempos.
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