
El Valladolid empezó esperando, con las líneas muy juntas, sin presionar arriba. Pero cuando recuperaba tenía tres mediocentros y dos delanteros: valiente intención atacante. O más que valiente, alegre, porque aunque intentaban cosas, lo cierto es que tampoco iban a buscar al Barça. El césped era gelatina. Pésimo estado. De hecho, impresentable. Un partido de Primera debería jugarse en condiciones más exigentes. Para los que no tengan el dinero o la decencia de asegurar estas condiciones, están las ligas inferiores, o ese mundo apasionante de la crianza de las vacas. Sufrían, sobre todo, los porteros, resbalando. Pero, en general, cualquier idea culta de fútbol era absolutamente impracticable. Los estadios de España tendrían que preguntarse si tiene todavía algún sentido pitar a Piqué cada vez que toca el balón. No sirve para nada y queda garrulo hacerlo, esa garrulez que genera la impotencia. El Barça, por el estado lamentable del terreno de juego, no se sentía cómodo en sus posesiones, y el partido andaba más enloquecido de lo que a los de Valverde les interesaba. Parecía la luna el terreno de juego del Nuevo Zorrilla, con todos sus cráteres. Más llegadas locales que visitantes, más errores provocados por «los elementos» que fútbol de Primera, y este absurdo horario de las diez y cuarto de un sábado que ignoro completamente a quién pretende gustar, pero seguro que no es a nadie que tenga gustos civilizados, ni siquiera sanos. ¡Por el amor de Dios! Las diez y cuarto. La hora en que las puertas de los burdeles están superpobladas de las chicas que han salido a fumar. Dembélé lo intentó, pero chutó lejos; Rakitic se vio perjudicado en su centro otra vez por el estado del césped, y en general el partido iba de despropósito en despropósito, indignos todos ellos de una de las mejores ligas del mundo. El Barça necesitaba un delantero puro que interpretara bien los espacios, y Dembélé estaba bien, pero no concretaba. Masip estuvo sensacional en las dos mejores ocasiones azulgranas. Muy bien Jordi, salido de La Masía. Messi tuvo una falta y la barrera saltó tarde, por miedo de que se la colaran por debajo: pero igualmente el balón salió alto. Rakitic volvió del descanso con un disparo desde el medio del campo que casi fue gol. El Valladolid avisó con un disparo poco interesante, pero potente. Qué triste es el fútbol cuando existe una conspiración para que no se juegue, y qué triste es la vida cuando no queda más remedio que apelar al mal menor. Una Liga europea y privada, como la NBA, es cada vez más imprescindible para evitar estos intolerables insultos al fútbol. Ayer el Nuevo Zorrilla fue África. Que también tendría que tener su competición, sin duda. Tal vez con abrevaderos en lugar de porterías. Y en el 56, Dembélé marcó el heroico gol que ansiaba el Barça, y merecía el fútbol como venganza ante tanto atropello, y que finalmente acreditó Mateu Lahoz desde Las Rozas, ante las protestas de los pucelanos. Funcionó bien el VAR, porque el balón no había salido por la línea de fondo, tal y como reclamaban los locales. Un gol trabajado, con un buen centro de Suárez, pero por encima de cualquier otra consideración, un gol que castigaba merecidamente al Valladolid por las pobrísimas condiciones de su alfombra. No valen las excusas. El partido continuó con nervio, pero sin demasiado sentido. Messi parecía con ganas de decir algo así como: «No es bueno nunca hacerse de enemigos/ que no estén a la altura del conflicto,/ que piensan que hacen una guerra/ y se hacen pis encima como chicos», esa magnífica canción de su maravilloso compatriota, Fito Páez. Pero el equipo pasó a atacar más lento, para evitar sorpresas. Sólo Dembélé y Coutinho no entendían que el Barça necesitaba un punto más de pausa. No sé si es porque son jugadores demasiado verticales, o demasiado poco inteligentes. En el último minuto el Valladolid marcó, pero el VAR lo anuló en una correcta aunque discutida decisión. El Barça ganó sobre una temblorosa infamia de gelatina.
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