martes, 2 de marzo de 2021

La noche eterna de Quique San Francisco

Hoy es una cafetería-panadería donde, tras un año de ausencia y algo más de confianza, algunas abuelas del barrio retoman sus meriendas de café con leche y cruasán. Pero para los veteranos de la parte alta de la avenida del General Perón, precisamente donde una frontera invisible divide las dos zonas con mayor contraste de renta en un mismo distrito (Tetuán), ese esquinazo con Comandante Zorita (hoy Aviador Zorita, tras el cambio de nombres del callejero) siempre será ‘los billares de Perón’: un lugar maldito para el grueso de las madres que, a voces y con el carrito de la compra en la mano, exigían a sus hijos salir de allí de inmediato. Vale, no era un lugar recomendable, pero bastaba que alguien viera entrar a un tipo flaco como un galgo y rubio como un alemán para que la chavalería se saltara la orden y pegara las narices a la cristalera. Al cabo, recién comenzados los años 80, ese individuo que sobresalía más de una cabeza entre la clientela ya era una celebridad por obra y gracia, entre otros, de Eloy de la Iglesia y su cine quinqui. Por allí pocos habían visto «Navajeros», «Colegas o «El pico», pero todos sabían que aquel singular personaje salía en aquellas películas y que su nombre era Quique San Francisco. Fallecido el pasado lunes a los 65 años, más allá del cine, la tele o el monólogo, fue una figura omnipresente en el paisanaje madrileño. Siempre hubo quien se le encontraba en la calle Hilarión Eslava o en Meléndez Valdés, donde de cuando en cuando hacía parada en Morales El Atómico, un bar presidido por una imponente cabeza de toro y en el que sirven unos pepinillos tan explosivos que más bien parecen chiles jalapeños. También, quien le veía cruzar el umbral de la sala Clamores (en el 14 de la calle Alburquerque) las noches de ‘jam-sessions’ de jazz. O quien se acodaba a su lado en las barras de la Gran Vía si tiraban las cañas con primor. Fue émulo de una vieja rutina que Luis Sánchez Polack, ‘Tip’, ya se aplicaba en los 60: recorrer en unas horas las cervecerías que mediaban entre Ventas y la Puerta de Alcalá. En el caso de Quique San Francisco, el trayecto era casi a la inversa: de Cibeles a Callao y más allá. Habitó las noches de los 80 en Malasaña, de La Vía Láctea (Velarde, 18) a Casa Maravillas (Manuela Malasaña, 13) o el Café del Foro (San Andrés, 38); en los 90, orilló las inmediaciones de la Plaza de Santa Ana, cerrando tablaos flamencos como Cardadamomo (Echegaray, 15) y templos castizos como Los Gabrieles (Echegaray, 17), cuyos azulejos permanecen ocultos desde hace tiempo tras una maltrecha persiana de chapa. Y hasta contó el dueño del Iberia, el bar de los taxistas en la Glorieta de San Bernardo, que «a Quique San Francisco lo tuve que echar a las seis de la mañana porque le tiraba la comida al perro en el suelo, cuando había aquí personas humanas (sic)». Amante de las fabes de Casa Portal (Doctor Castelo, 26) y otros platos de cuchara, decía disfrutar de los sabores caribeños de Zara, el legendario restaurante cubano de la calle Infantas. Durante más de cinco décadas, el matrimonio formado por Inés Llanos y José Martínez (fallecidos a causa del Covid), sirvió ropa vieja, picadillo con arroz y plátano frito y unos deliciosos daikiris de fresa que entraban como el agua, aunque acababan cobrándose la factura al día siguiente. Hacía tiempo que Quique San Francisco se llevó la fiesta a su propia casa. O lo que quedaba de ella, que ya no era tanta ni tan ruidosa. Dicen que su hábitat eran los bares de Madrid, aunque lo que verdaderamente habitó con pasión fueron sus teatros. El primero en su corazón, el Español, en el Barrio de las Letras, su otra casa desde crío. En 1965, a los 8 años de edad, ya se asomó a las páginas de ‘Blanco y Negro’ vestido de un duende llamado Puck y contando con desparpajo que su ambición era pintar cuadros: «Ahora vendo mis pinturas a cinco duros, pero más adelante los venderé a mil pesetas». Genio y figura.

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