
El 7 de junio de 1968 la historia de España cambió para siempre. A las 17.30 horas, a la altura del kilómetro 446,5 de la carretera de Aduna (Guipúzcoa), José Antonio Pardines se convirtió en la primera víctima mortal de ETA. El guardia civil de tráfico dio el alto al Seat 850 robado en el que viajaban Txabi Etxebarrieta e Iñaki Sarasketa, y el encontronazo se saldó con la muerte del joven gallego de 25 años, que recibió cinco tiros en un asesinato no planeado. No se defendió. Cuando las autoridades se personaron para levantar el cadáver, llevaba su arma en el cinturón de su uniforme. Gaizka Fernández - FOTO CEDIDA POR GAIZKA FERNÁNDEZ «Se trata de un punto de inflexión», apunta el historiador Gaizka Fernández, que coordina, junto a Florencio Domínguez, «Pardines. Cuando ETA empezó a matar» (Tecnos, 2018). Una obra que busca arrojar luz sobre el primer asesinato de la banda terrorista con documentación inédita y que, en su opinión, «llega con 50 años de retraso». Sobre las consecuencias de aquel asesinato, Fernández afirma a ABC que «cambian muchas cosas». «De repente, en el País Vasco se empieza a emplear la violencia, se crea un monstruo que es ETA, que es la causa y no la consecuencia de la represión, que no va a acabar hasta 50 años después», expone el historiador. El asesinato de José Antonio Pardines es la eclosión violenta de la banda que tiene su origen diez años antes, cuando surgen movimientos de nueva izquierda, como el IRA en Irlanda del Norte o las RAF en Alemania, que deciden tomar las armas. «ETA en el contexto internacional tiene sentido, pero no había una tradición insurreccional en el nacionalismo vasco», sostiene Fernández. A ello se suma la coyuntura nacional. ETA nace en el seno de una España dictatorial, «con una imagen tergiversada de la Guerra Civil, que era considerada como una especie de invasión española al País Vasco», expone el experto. «Surge una nueva hornada de jóvenes que consideran que el PNV es un partido acomodado en la dictadura y que quieren hacer algo», afirma. «El contexto sí hace creíble que hay un conflicto abierto aunque es mentira», apunta. «El mito de la represión era muy poderoso, y lo sigue siendo. Incluso se llega a hablar de genocidio en el País Vasco, pero los datos demuestran que hubo más represión en zonas como Andalucía o Extremadura. Otra cosa es que los etarras se lo creyeran», defiende Fernández. Un asesinato «sin memoria» Durante el trabajo de documentación, los autores del libro incluyeron una cuestión en el Euskobarómetro que pedía identificar a la primera víctima mortal de ETA. Tan solo el 1,2 % de los encuestados acertó en su respuesta. «Nos sorprendió mucho», alega el historiador. «El caso de Pardines es paradigmático, pero hay muchas más víctimas que también han caído en el olvido», apostilla. Los casi 50 años de olvido del joven guardia civil contrastan con la memoria que ETA edificó en torno a la figura de Txabi Etxebarrieta, su asesino. La propaganda abertzale convirtió a Echebarrieta en el primer mártir de ETA (incluso cuenta con su propia asociación memorial en Bilbao). Tras el asesinato de Pardines, Etxebarrieta y Sarasketa consiguieron huir y horas después fueron interceptado en Venta-Aundi (Tolosa), donde un tiroteo acabó con la vida de Etxebarrieta. La versión de la banda fue que al etarra se le ejecutó contra un muro. «Este asesinato se utilizó de una manera bastante torticera. ETA no tenía información de lo que había pasado y se inventan una versión, que es la que más se ha extendido. Cuando rescatamos la causa judicial vemos que ha habido un tiroteo, donde dos guardias civiles y dos etarras disparan, y Etxebarrieta muere», afirma Fernández. Las versiones sobre lo ocurrido aquella tarde también difieren en lo relativo al papel de Iñaki Sarasketa, que fue detenido en una iglesia tras escapar del tiroteo en el que murió Etxebarrieta. El etarra siempre sostuvo que él no disparó a Pardines, pero fue condenado por su implicación. «Siempre mantiene esa versión y como no había documentación nos lo creímos. Hace dos años encontramos en Ferrol la versión judicial, que no había aparecido hasta ahora, donde las pruebas indican que donde murió Pardines había dos casquillos de la pistola de Sarasketa. También en el lugar del tiroteo de Venta-Aundi y por eso su cargador estaba vacío cuando le detuvieron», explica este historiador a ABC. «Las pruebas apuntan a que hay que dudar mucho de la versión que había dado hasta ahora», concluye. Calle en honor a Pardines en su pueblo natal - ABC Frente al olvido impuesto por la narrativa etarra, la Guardia Civil ha tenido un p apel importante a la hora de reivindicar la memoria de Pardines. En 2015, la última operación que el cuerpo llevó a cabo para detener a miembros de ETA se bautizó «Operación Pardines». «ETA ha considerado su enemigo por antonomasia a la Guardia Civil», destaca Fernández. «A partir del 68 no podían hacer vida normal en el País Vasco. Es un discurso de odio que surge entonces pero, si vemos el caso de la paliza de Alsasua, llega hasta ahora. Aunque ETA eche la persiana, su narrativa del odio, su fundamentalismo, sigue totalmente latente en una parte de la sociedad vasca», defiende. Las dos últimas víctimas mortales de la banda en España fueron Carlos Enrique Sáenz de Tejada y Diego Salvà, dos guardias civiles que murieron tras la explosión de un coche bomba en 2009 en Calvià (Palma de Mallorca). La espiral de la acción-reacción «ETA nace en 1958 con una clara apuesta por la violencia. Lo llamativo es que no da el paso de asesinar hasta una década después de su nacimiento», explica Fernández. Los actos violentos se sucedían en su primera década pero a la organización le faltaba logística para ir más allá. Junto a ello, el choque moral que suponía para algunos de sus miembros la idea de asesinar frenaron esas acciones. El cambio se produce cuando aparece la voluntad de matar. «El 2 de junio de 1968 se reúne la dirección de ETA y decide empezar a matar», afirma Fernández. «No cambió nada en el contexto. Solo que tienen la capacidad y la decisión, libre y responsable, de matar», aclara el historiador. «Lo eligen cuando les conviene, cuando más va a beneficiar a su estrategia de acción-reacción», defiende. La espiral de la acción-reacción era la estrategia de ETA para conseguir el levantamiento popular. «Aspiraban a ser una guerrilla como la de Castro en Cuba», apunta el autor. Un plan que pasaba por matar a guardias civiles y policías para conseguir una «represión torpe e indiscriminada» por parte del Estado. En el imaginario de la banda, según Fernández, esa violencia junto a sus propias actuaciones les presentarían ante la sociedad vasca como «los salvadores». «La teoría de la espiral de acción-reacción de violencia funciona en la primera fase, cuando consiguen cierta simpatía cuando empieza la represión, pero no logran la insurrección popular», expone el historiador. «Al final, no logran convertirse en una guerrilla y se queda en un sucedáneo con el terrorismo», defiende. Casi medio siglo después de la puesta en marcha de esa espiral, y 60 años desde su creación, ETA se disuelve dejando tras de sí un reguero de sangre. 857 asesinados, de los cuales muchos no conocen el nombre de sus verdugos. En total, 358 atentados cuyas víctimas piden esclarecer antes de que queden impunes. A ellos hay que sumar 2597 heridos y todas aquellas víctimas que han quedado con vida: padres, madres, viudas y viudos, huérfanos, exiliados y extorsionados. «Miguel Ángel Blanco nos dio a todos valor» Frente al paradigma de José Antonio Pardines, y de gran parte de las víctimas de ETA, sobrevuela la sombra de la muerte de Miguel Ángel Blanco. Uno de los asesinatos más «sangrantes», en opinión de Gaizka Fernández, pero que supuso un cambio en la sociedad española y la forma de expresar la oposición frente al terror de la banda. «El asesinato de Miguel Ángel Blanco fue especialmente sangrante por el secuestro, el trato que se le dio y el ultimátum de ETA», recuerda el historiador. «Querían publicidad, salvaguardarse un poco, defender su prestigio porque justo acababa de ocurrir lo de Ortega Lara», afirma Fernández. «Consiguieron indignar a la sociedad vasca. Por primera vez muchísima gente que estaba en contra de ETA, pero que no tenía el valor para manifestarse, de repente con el secuestro de Miguel Ángel Blanco, salió a la calle», afirma. «Nos dio a todos una gran dosis de valor, de salir a la calle a cara descubierta y protestar contra la minoría de matones y asesinos. Demostrar en público que no contaban con el apoyo, que el silencio que había habido no era un apoyo implícito al terrorismo», rememora sobre los días en que el concejal de Ermua fue asesinado. «Ese asesinato fue algo que sirvió para despertar conciencias y que sí marca un antes y un después. A partir de ahí el periodismo, la investigación, empieza a prestar atención a las víctimas, pero poco a poco… Creo que Migual Ángel Blanco es un símbolo. Un símbolo poderoso, emotivo y que nos hizo cambiar como sociedad», enumera el experto.
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