La España que se vacía es la España de mis abuelos. Es un país hacia adentro que ya no existe conforme no van existiendo mis abuelos porque ni el siglo XXI, ni nosotros, les quiso -ni les supo- escuchar. A los mayores se les aprende a escuchar cuando ya no están y entonces ya sólo se les oye muy lejos en la memoria. Y el pueblo es también un eco de lo que fue. Y en él siguen quedando casas y tapiales venidos a menos que se sostienen en un equilibrio imposible contra el tiempo. Pero ya nadie sabe qué se hace con un pueblo, como nadie sabe qué se hace con un abuelo hasta que no está y uno lo entiende de golpe. Cuando nos fuimos a las ciudades construimos urbanizaciones que son proyectos con reminiscencias irracionales de un pueblo. Y lo hicimos convencidos como si los pueblos -igual que repiten los viejos su retahíla- ya no sirvieran para nada. ¿Para qué sirve un pueblo? «¿Y tú me lo preguntas?». Un pueblo es esa constitución no escrita que nos une a todos los españoles, porque incluso los que no tienen quieren tenerlo. Tener un pueblo es uno de los derechos más básicos para un ser humano. Y todo porque la España que hay carretera adentro es el último reducto de la infancia y de la felicidad. Entre tanto los pueblos siguen ahí, esperando a que se nos pase el siglo XXI, que no es el siglo de las prisas sino el siglo de la amnesia; un siglo que no sabe escuchar. Es el siglo que inventó el futuro sólo para dejar atrás el pasado velozmente, tanto como se dejaron atrás los pueblos, sin entender que se pueden compaginar. La España vaciada son mis vecinos, Sallo y Ester, que cuando se van los niños de las calles del pueblo, sólo les queda el invierno. Y piden dos toneladas de leña y la cargan desde la calle hasta la leñera y la apilan junto a sus ochenta y tantos años los dos solos porque en la calle no queda nadie más para ayudar. Pero mi vecino Sallo es un optimista de pocas palabras: «Yo creo que algún ‘personal’ tiene que venir». Pero cada año siguen apilando la leña un poco más viejos y un poco más solos. La España vaciada es la que hemos ido vaciando nosotros, porque como dice Joaquín Díaz: «Para vivir en un pueblo hay que querer el sitio donde se vive». Y algún día, cuando llevemos a nuestros hijos probablemente ya no exista. Puede que no quede nada del pueblo aunque sigan las casas varadas y los tapiales cayéndose. Porque cuando no quede nadie de los que vivían allí, el pueblo tal vez se haya muerto y ya nadie sepa explicarles a nuestros hijos para qué sirve un pueblo.
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domingo, 31 de marzo de 2019
Para qué sirve un pueblo
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