domingo, 9 de diciembre de 2018

Miedo

A Pedro Sánchez, como a Sergio Ramos, le gusta ganar los partidos en el tiempo de descuento. Tiene una visión heroica de la política. Le da igual la dureza del desafío. Su experiencia acredita que la última bala, en el último minuto, puede cambiar el signo de la batalla. Los pronósticos adversos le resbalan. Nadie daba un duro por él cuando derrotó a Eduardo Madina en las primarias de 2014. Ni cuando llevó al partido a la debacle electoral de 2015. Ni cuando empeoró la situación en las de 2016. Ni cuando sus barones le apuñalaron tres meses más tarde. Ni cuando se enfrentó a Susana Díaz en el duelo de 2017. Ni cuando promovió la moción de censura de 2018. ¿Por qué deberían achantarle los malos presagios de 2019? Salta a la vista que en su conducta no hay sitio para la bandera blanca. Está acostumbrado a revertir las situaciones apuradas. Confía tanto en la flor que tiene en el culo que da por hecho que un golpe de fortuna vendrá en su ayuda cuando todo parezca perdido. Si hubiera sido Custer en Litle Big Horn, a Caballo Loco le habría picado una cobra y los Sioux hubieran interrumpido el ataque para enterrar su cadáver. Así que démoslo por hecho: Sánchez aguantará todo lo que pueda. No importa que las urnas andaluzas hayan puesto de manifiesto que el desgaste del PSOE galopa hacia el raquitismo. Está convencido de que, en el último instante, algún extrañó maná caerá del cielo y alimentará las urnas de su partido. Doy por casi perdidos los pinchos de tortilla que he apostado en anteriores columnas a favor de las elecciones en marzo. Creí que Sánchez, consciente de que perdía votos a puñados, convocaría elecciones generales antes de que fuera demasiado tarde. No caí en la cuenta de que para él nunca es demasiado tarde. Aunque sabe que su coqueteo con el separatismo catalán le está esquilmando las urnas —el varapalo a Susana Díaz se ha encargado de demostrarlo más allá de toda duda razonable— él se siente capaz de solventar la situación mejor que su baronesa. No ve la prolongación de la legislatura como el horno que puede acabar de achicharrarle, sino como una oportunidad para remontar el vuelo. Por eso discrepo de quienes piensan que presenta los Presupuestos para perderlos. Los presenta para ganarlos. Muchos interpretan su decisión de dar la batalla presupuestaria como una maniobra para poner de manifiesto que ERC y PDeCAT ya no están en su lista de aliados. El razonamiento tiene lógica. Si los independentistas votaran en contra, Sánchez podría decir que no ha cedido a su chantaje y que no existen pactos ocultos con ellos suscritos por debajo de la mesa. Los electores, en esas circunstancias, tendrían menos motivos para castigarle en las urnas. Pero a él esa clase de lógica no le convence. Prefiere pensar que cuanto más aguante en el poder más cosas podrá hacer para sacar de la abstención a sus votantes. La pregunta pertinente, por lo tanto, no es cuándo convocará Sánchez las elecciones, sino cuánto margen de maniobra le dejarán los independentistas para que pueda no hacerlo. Si es verdad que el PDeCat le ha garantizado que no presentará enmienda a la totalidad de los Presupuestos ni apoyará la que presenten otros, nada impide que la legislatura se prolongue más allá de que expire el plazo legal para convocar elecciones en marzo. Luego ya se verá. Sánchez no hace planes por anticipado. Los barones territoriales que tienen hora en las urnas el 26 de mayo tratan de hacerle ver que esa estrategia le convierte en rehén de los intereses de Torra y que en esas condiciones resistir es un suicidio. Pero él no hace ni caso. Está convencido de que Vox, en el último minuto, le sacará del lío. Cree que dividirá el voto de la derecha y que visto lo visto en Andalucía provocará que el de la izquierda se movilice para frenar su ascenso. Pincho de tortilla y caña a que Abascal será para Sánchez, a partir de ahora, lo que fue Iglesias para Rajoy: el espantajo del miedo. ¿Funcionará? A las pruebas me remito.

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